El Punto de Acuerdo aprobado por el Senado el pasado 27 de noviembre fue una responsable reacción a la propuesta de la Secretaría de Comercio de seguir de frente con la fase final del programa de desgravación que de realizarse, afectaría a la industria del país con un incalculable daño en el nivel de empleo, además de que incidiría en nuestra balanza comercial ya de por sí desequilibrada. La pretendida desgravación tiene por objeto, reducir de inmediato el arancel promedio actual de 10% a 5% para después dejarlo en 2% en 2011. Los senadores calculan que ello costaría alrededor de 79 mil empleos.
El documento de los legisladores exhorta a las autoridades a que antes de decretar las reducciones en los aranceles de productos industriales se reúna con los sectores afectados para analizar las consecuencias. Piden también que se generen políticas públicas que fortalezcan el sector industrial ante la creciente competencia que enfrenta. El propósito fundamental del Gobierno es dejar la tarifa de importación nivelada a una, solo arancel cercano al cero. Se trata de eliminar cualquier vestigio de protección que aún pueda quedar a la industria nacional.
Según se lo han explicado a la prensa los funcionarios de la Secretaría los diversos programas de apoyos sectoriales existentes se han viciado y corrompido a lo largo de los años, de manera que en la actualidad constituyen una madeja intricada y administrativamente costosa. La manera de la SE para remediar el mal no es, como sería lógico, asegurar su manejo transparente y así seguir apoyando a las actividades económicas que lo merezcan, sino simplemente dejar al garete a los industriales y a merced de las importaciones, incluso hasta las que provienen de países que no vacilan en competir de forma desleal en nuestro mercado y en muchos mercados del mundo.
Al respecto, no puede negarse que algunos industriales mexicanos abusaron de la protección que el Gobierno les otorgó en los años cincuenta con la Ley de Industrias Nuevas y Necesarias. Presenciamos la forma en que se excedía más allá de lo justificable, la protección arancelaria y el requisito de permiso previo de importación. Durante muchos años los industriales, confiados en las preferencias que gozaban respecto a la competencia del exterior, gozaron de precios excesivos en perjuicio de los intereses del consumidor nacional.
La entrada de México en 1985 al Acuerdo General de Tarifas Aduaneras (GATT), sin duda hubiera servido de correctivo, si se hubiera negociado de acuerdo con el potencial competitivo real. La apertura fue, como muchas veces se ha dicho, excesiva y la medicina desencadenó un progresivo debilitamiento de la industria nacional que se encontraba flácida y poco preparada para una competencia mundial. La ALALC, ideada para impulsar la industria y la agricultura regional latinoamericana fue lastimosamente desaprovechada.
Comenzó la etapa de cierre de empresas y su conversión a comercializadoras y negocios de importación. Tampoco los sucesivos gobiernos supieron apoyar a la industria y la agricultura con facilidades administrativas y fiscales como las que se gozan en otros países que compiten exitosamente en los mercados internacionales.
Como con frecuencia se ha venido señalando, el saldo neto de este proceso de desgaste fue que las importaciones no sólo las de los productos terminados, sino las de componentes e insumos, crecieron haciendo cada vez más reducido el valor agregado nacional en nuestros artículos. Hoy en día, el 70% en promedio de nuestras manufacturas es de composición extranjera. Puede argüirse que el consumidor nacional se ha beneficiado de una gama mayor de opciones y a precios más competitivos que los que venía ofreciendo, y aún ofrece, la industria nacional. El otro lado de la moneda es, sin embargo, una constante pérdida de oportunidad de trabajo para la mano de obra mexicana.
Así fue como ambos sectores, el público y el privado, en inconsciente connivencia, deterioraron la competitividad de la industria, supuestamente favoreciendo al comprador, sin advertir que el poder de compra reside en tener suficientes fuentes de empleo, a fin de mantener el sano equilibrio económico.
No se trata ahora de empeorar este escenario, dejando aún más desprotegido al productor nacional más de lo que quedó después de la entrada al GATT y la firma del TLCAN, rebajando la poca protección arancelaria que queda, menos aún en los momentos actuales de crisis.
Hay que alentar con apoyos administrativos, fiscales y financieros al sector industrial que, con el campo, genera los empleos que el país requiere. Esta política es justamente la que han seguido los países industrializados como Estados Unidos, Europa y Japón y los emergentes como India y China. Sorprende que México emprenda la ruta contraria con medidas que debilitan en lugar de incentivar la creación del empleo.
El acertado programa de gasto público en infraestructura debe complementarse con medidas que promuevan las cadenas productivas que se requieren y que son generadoras de empleos. Este programa no se puede realizar dejando a la industria atenida a sus propios medios, obligada a multiplicar cierres y los consecuentes despidos masivos.
Hay que acabar con la frase tantas veces repetida por el neoliberalismo de que “la mejor política industrial es la que no existe”. Al país le urge encauzar el esfuerzo nacional y no insistir precisamente en las medidas de apertura que han convertido al país en una economía de importación.
El problema requiere una revisión profunda. El Senado así lo entendió.
Coyoacán, diciembre de 2008.
juliofelipefaesler@yahoo.com