Un testigo en la Alhóndiga
Para ponerme a tono con las fiestas patrias, hago escribí este texto que recrea las impresiones de un participante en la batalla de la Alhóndiga de Granaditas, durante la lucha de Independencia:
…De los cerros del Cuarto y San Miguel comenzaron a bajar elementos del ejército insurgente, entre ellos Dragones e indios, y a los realistas de a caballo no les quedó más que hacerles frente. La batalla estaba todavía lejos de su fin: cuando ya un buen número de los nuestros estaba frente al Palacio comenzaron nuevamente los disparos contra nosotros.
Enardecidos, algunos de los hombres de aquel pueblo que se habían sumado a nuestra causa sacaron de una tienda ramas de ocote de las que usan para alumbrarse los que suben a las minas.
Dicen -aunque eso no lo vi- que uno de ellos a quien apodaban El Pípila, de nombre José María Martínez, se amarró a las espaldas una losa y portando una vara de ocote encendida se arrastró hasta que logró prender fuego a las puertas del castillo. No fue el único que buscó debilitar la construcción: muchos de sus compañeros barrenaron la base de los muros con la idea de dinamitarlos mientras otros buscaban la forma de entrar por el caño del desagüe. En su desesperación los realistas trataban de frenarnos.
Gilberto Riaño, hijo del intendente que había muerto en las trincheras que habían sido ideadas para su defensa, arrojaba estas granadas desde el interior del edificio. Del interior se asomó otro pañuelo blanco que no logró contener a la turba: afuera todo era gritos y estallidos, aullidos y dolor, de modo que cuando trató de descolgarse a un soldado para que tratara de pactar la rendición ante el ejército insurgente, éste fue reducido de inmediato a una pulpa de huesos y vísceras.
Apareció entonces un sacerdote con un crucifijo y trató de tranquilizar a los combatientes, pero no sirvió de mucho: fue apedreado de tal modo que ni siquiera la cruz se salvó de la ofensiva.
Hidalgo, que había permanecido en el Cuartel del Príncipe, llegó al sitio del combate como a las tres y media de la tarde. Lo acompañaban todos los jefes menos Abasolo, de quien se dijo que se había quedado a tomar el chocolate en casa de su amigo don Pedro Otero.
En el momento en que Hidalgo llegaba a las afueras del castillo, el portón que resguardaba a los realistas se desplomaba consumido por el fuego. Entonces ganamos el interior del edificio, tomando el control completo del gran patio, de las escaleras y los corredores.
El aire estaba cargado de cenizas y de un olor a chamusquina que, sin embargo, no atenuaban en lo mínimo la emoción del momento. A partir de ese instante, viéndose perdidos, un buen número de soldados realistas comenzaron a agredir a los europeos quienes no atinaban a hacer algo que lograra rescatarlos del trance: buena parte de ellos se echaban a los pies de los clérigos pidiendo el perdón de los pecados, algunos más gritaban órdenes enfurecidos, otros arrojaban puñados de dinero por las ventanas en un intento desesperado por calmar a la turba o arrojaban las armas y levantaban las manos entre súplicas de clemencia.
Entonces comenzó el saqueo. Muchos pobladores y buena parte de los nuestros se internaron por los pasillos y los recintos, no pocas peleas derivaron de sus desbocadas ansias de riqueza.
Los realistas que quedaron vivos fueron desnudados. A mí y a un grupo de dragones se nos ordenó conducirlos a la cárcel, que había quedado vacía tras la liberación ordenada por el Jefe Hidalgo. La gente que encontrábamos al paso se mofaba de ellos, los escupía, les lanzaba maldiciones o amenazas. Mi impresión, de cualquier modo, es que la mayoría del pueblo estaba concentrada en el saqueo: buscaban monedas, joyas, plata, maíz, manteca, trigo y otros granos.
Hacha en mano o a punta de pedradas, o prendiéndoles fuego tal como lo había hecho El Pípila con el portón principal del Castillo, los saqueadores buscaban vencer puertas y muros. En algunas áreas, sobre todo en las cercanías de Granaditas, permanecía un olor a chamusquina y sangre seca.
Había oscurecido cuando comenzamos la tarea de sepultar a los muertos. Eran cientos. Encendimos ramas de ocote para poder ver en la tiniebla, y enterramos a los nuestros en unos zanjones que cavamos en las márgenes del río Cata.
En eso estuvimos hasta el amanecer del día 29. Rompía el alba cuando comenzaron a sonar las campanas nuevamente. Estaba tan cansado que olvidé que el jefe Hidalgo celebraba su onomástico.
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