Mentiras y verdades en Tierra Adentro
En 1981, Janet Cooke ganó el Pulitzer por una serie de notas publicadas en The Washington Post acerca de Jimmy, un niño drogadicto. Según Cooke, la dependencia le había sido provocada desde la cuna, pues cuando el pequeño comenzaba a llorar sus padres agregaban al biberón pequeñas dosis de cocaína.
Lo terrible de esa historia es que dos días después de haber recibido el premio periodístico más prestigioso del mundo, los editores del diario se vieron forzados a admitir que el relato era falso. Jimmy no existía. De inmediato Janet Cooke renunció al periódico. Después diría que se había visto obligada a crear toda esa historia debido a las fuertes presiones que recibía por parte de los editores para encontrar buenas notas.
El final feliz es que Cooke recibió 1.6 millones de dólares por parte de Columbia-Tristar por los derechos de su historia para hacer una película. Si el cuento de un pequeño drogadicto es atractivo, el de una reportera deshonesta que llega a la cima y luego se despeña no lo es menos. No importa si son reales o ficticias, las historias bien contadas generan adicción.
Recordé el caso Cooke hace unos días, cuando me invitaron a presentar el número 153 de la revista Tierra Adentro junto a Mónica Nepote y Bernardo Esquinca. Y lo recordé porque este número trata justamente de la amalgama que forman ficción y realidad. Para decirlo con una frase de Mario Vargas Llosa, celebra la verdad de las mentiras.
Como una forma de recordar al formidable escritor guanajuatense Jorge Ibargüengoitia en el 80 aniversario de su nacimiento, Rodrigo Holguín hace una cuidadosa disección de su dramaturgia. Es bien sabido que don Jorge era un experto en el arte de mentir usando la técnica más sencilla del mundo: diciendo la verdad. Me explico: disfrazado de la mentira llamada Cuévano, el autor retrata en sus novelas una ciudad verdadera llamada Guanajuato. “A Jorge Ibarguengoitia le debemos (…) la desmitificación de la historia de bronce que por años nos han inculcado, y el poner en evidencia al México que los propios mexicanos no siempre estamos dispuestos a reconocer”, escribe Holguín.
Más adelante encontramos un lúcido texto en el que Bernardo Esquinca describe cómo ha cambiado esta relación de mentiras y verdades con el avance en las tecnologías. Se llama “La era del simulacro”. Esquinca perfila un mundo atiborrado de estímulos en el que la realidad es un ingrediente tan cotizado como los vegetales orgánicos o los cuernos de rinoceronte. Vivimos dispuestos a creer cualquier cosa si consta en los periódicos, en los noticieros o en Youtube.
J.M. Servín, por su parte, entrega un texto en el que aborda la literatura de la realidad, conocida por algunos bajo el nombre de crónica. Servín celebra que el cronista aspire a un periodismo humano, contaminado de emoción y subjetividad. El cronista -nos dice- es un cazador que sale con un sólo tiro en busca de la bestia humana. Con cuatro palabras, Servín hace un certero diagnóstico de lo que ocurre en muchas salas de redacción: muchos informan, pocos narran.
“La realidad no es más que la imaginación en estado sólido”, dice Daniel Téllez como preludio a una selección de crónicas imaginarias que contiene trabajos de Ramón Santillana, César Silva Márquez, Juan Mendoza y Edgar Rincón Luna. En esta sección, por cierto, se incluye una crónica imaginaria armada a partir de un concierto de la Camerata de Coahuila en Bellas Artes.
A lo largo de la revista, ficción y realidad se enfrentan como en un juego de espejos. En las fotografías de Isabel Ruiz, en las reflexiones de Eric Vázquez acerca de novelas y arquitectura, en la entrevista que Mariel Iribe le hace al narrador sinaloense César López Cuadras. En la entrevista donde Rodolfo JM, ganador del Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri, recuerda entre sus influencias principales a Ricardo Piglia, quien decía que “narrar es como jugar al póker: todo consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad”.
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