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El tabaco

Gilberto Serna

A fines de los cuarenta, hube de cambiar de escuela, inscribiéndome en una preparatoria en la que quien no fumaba era mariquita. Los adultos de ese entonces consumían cigarrillos en cualquier parte, aun en el interior de los cines en plena función. Sobra decir que los espectadores sufrían el atosigamiento del humo sin que hubiera una preocupación real por su salud. Lo mismo se hacía en el interior de los transportes urbanos, donde viajaban aun señoras con niños de pecho. En las cantinas los parroquianos fumaban a placer, por lo que no era extraño que quien llegaba advirtiera una espesa nube que flotaba por encima de las mesas. La venta de alimentos preparados en los restaurantes, donde se servía café, no escapaba a los fumadores empedernidos. No sería sino hasta años después cuando las autoridades sanitarias lanzaron la alarma del daño que producía en los que aun no fumando respiraban las densas neblinas del pernicioso humo. Se le llamó el fumador pasivo que, sin deberla ni temerla, aspiraba el humo producido por los cigarrillos que otros fumaban.

Algunos fumadores lo hacían en pipas de una gran belleza, elaboradas por algún artesano o le agregaban una boquilla con filtro al cigarrillo, la que después traería agregada. ¿Quién de los viejos no se acuerda de las llamadas cachimbas, pipas hechas en olote. Había quienes chupaban un largo puro elaborado con grandes hojas de tabaco, cuyo olor característico no puedo describirlo de otra manera, era apestoso para el olfato. Las había de espuma marina. En aquellos días se decía que aunque repugnante, el humo era inofensivo. Por lo que era habitual encontrar a los fumadores exhalando el humo con deleite en cualquier parte. En el coche, caminando en las banquetas, de día de campo, al terminar de ingerir alimentos, cualquier lugar era el indicado para fumar. En la noche, a la hora de dormir, sobre la cama. En el inodoro a la hora de vaciar los intestinos. En la madrugada cuando no era posible conciliar el sueño. Es un alcaloide por el que dicen los empedernidos es un vicio más difícil de dejar que las bebidas embriagantes. Se usan parches, chicles, dulces, hipnotismo o cualquier otro medio, llegándose a la conclusión de que sólo la decisión firme del fumador de no seguir es capaz de acabar con la maña de poner entre los labios un cigarrillo.

Estando en el comedor de un hotel de Durango, tomaba una taza de café cuando se acercó una persona que en principio no reconocí. Se movía trabajosamente, le faltaba el aire, sus pasos eran vacilantes. Su semblante tenía la piel cenicienta, el cabello era escaso y blanco, traía un pequeño tanque de oxígeno con una mascarilla. Al quitársela mostró una dentadura a la que faltaban varias piezas dentales, el resto que aún conservaba, lucía sucio, ennegrecido. Habló con dificultad, los labios resecos. Al oír su voz regresé cuarenta años atrás. Era en aquel entonces un abogado, alto, de buena presencia. Nada quedaba de él que no fuera el brillo de sus ojos. Tenía averiados los bronquios. El enfisema había hecho su trabajo, los pulmones eran dos balones desinflados. El tabaco había destruido sus alvéolos. La tos era seca y cavernosa, si es que me explico. No quedaba nada de aquel rostro juvenil de otros tiempos. Si hago un recuento de amigos fumadores haría una larga lista de los que se han ido. Atravesaron por una miserable vejez llenos de achaques, algunos con tumores malignos en el colon o en la vejiga. La extirpación quirúrgica de un pulmón a veces era necesaria. Pero a pesar de todo continuaban aferrados a la vida, como peces sacados del agua que luchan por llevar oxígeno a su organismo.

En algunos países se ha llegado al grado de prohibir se fume en lugares cerrados. La medida se ha obedecido. Entre nosotros, hay resistencia, por supuesto hacen cabeza quienes el envenenar ambientes es su negocio; en tanto los comerciantes ponen trabas. Los jóvenes de ambos sexos pertenecientes a las nuevas generaciones lanzan bocanadas de humo a toda hora. Fumar es un placer, brutal, sensual. La letra de la canción es un panegírico que invita a arrojar humo por boca y nariz. El tufo de los fumadores es nauseabundo. La ropa se impregna de una emanación que sofoca. Si se les reconviene contestan aireados, enojados o de menos molestos. Es, desde luego, un hábito pernicioso que no tiene otra función que el crear una falsa atmósfera de tranquilidad. No conozco el mínimo beneficio que pueda proporcionar una cajetilla de cigarrillos. En tiempos antiguos se liaban por el consumidor, que primero ensalivaba la hoja para que recibiera el vaciado de la picadura del tabaco, le doblaba una de las orillas a la que prendía fuego que constantemente se apagaba, eran, decían, de chupas o platicas. Puedo sonar melodramático, pero cada vez que acerque a sus labios un cigarro, haga de cuenta que está por besarle el rostro a la muerte.

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