Cada cuatro años tenemos oportunidad de ver al ser humano en la plenitud de sus capacidades: jóvenes que nadan, saltan, corren, vuelan con la máxima fuerza de su juventud, independientemente del género, nacionalidad, raza o creencia religiosa. En peligro de sonar cursi -no me importa- creo que es extraordinario y me emociona hasta las lágrimas ver a tantos jóvenes de tan diversos orígenes, con la misma intensidad en la mirada, la concentración y el esfuerzo pintados en la cara, los músculos tensos, sus cuerpos ágiles y esbeltos realizar toda suerte de pruebas, cada vez con mayor grado de dificultad, más alto, más lejos, más fuerte. Es asombroso que cada cuatro años se rompan records, se destrocen marcas y se hagan añicos (como les encanta decir a nuestros mexicanos comunicadores) los tiempos. Cada vez parece imposible que se logren nuevas metas y entonces surge un Michael Phelps, una Yelena Isinbayeva o un Usain Bolt que logran lo que parecía imposible. Todo esto ocurre en las Olimpiadas que se realizan en Beijing, en la milenaria China, y uno recarga las pilas y vuelve a tener fe en el ser humano y en lo que es capaz de hacer.
Pero así como hemos visto el triunfo de los mejores, también fuimos viendo caer nuestras esperanzas, a la mayoría de los heroicos deportistas mexicanos ir quedando “fuera de la historia y de la memoria”, y con su falta de preparación, errores y fracasos llevarse al drenaje nuestras ilusiones. De una delegación de más de 80 atletas, hasta el día en que escribo estas líneas (jueves 21 de agosto) nos hemos aprendido de memoria sólo tres nombres de los que estamos colgados hasta con los dientes: Paola Espinoza, Tatiana Ortiz y Guillermo Pérez. Cada día fuimos conociendo –y olvidando- los nombres de quienes representaron a México. Sin embargo, a los tres medallistas y a todos los atletas que lo intentaron, no se les escatima ningún reconocimiento; al contrario, su perseverancia y valor merecen todo nuestro respeto. Ellos, además de competir contra atletas de todo el mundo, primero tuvieron que sobrevivir a las organizaciones deportivas nacionales, al mismo Comité Olímpico Nacional, que no fue capaz siquiera de informarse primero cómo debían ser los uniformes reglamentarios para ciertas pruebas, por mencionar una pequeñez.
Cada cuatro años se repite la historia: se rompen records nacionales, pero se queda lejos del triunfo; se elevan las espumas de la ilusión y ante el dolor del fracaso se buscan chivos expiatorios y siempre se recurre a la misma excusa: “es que no damos al deporte un apoyo verdadero”, “es que los recursos del Gobierno son muy pocos”, “es que no tenemos la cultura del deporte”. En un país de más de 100 millones de habitantes, ¿puede creerse que no haya más jóvenes que naden, corran o hagan algo tan bien como en otros países mucho más pequeños y pobres que nosotros?
Y es que, duele admitirlo, pasando del deporte a cualquier otro ámbito, casi todo en México parece estar teñido de mediocridad y aunque uno no quiera ser amargado, en lo que sí somos campeones y rompemos records mundiales es en cosas que deberían dar profunda pena y ganas de sentarse a llorar y no parar: corrupción, impunidad, asesinatos diarios, secuestros, inseguridad y obesidad. ¡Qué mezcla!
México es una extraña paradoja: en todas las ciudades y pueblos de nuestro país los habitantes barren diariamente la banqueta frente a sus casas, pero desde el coche o el camión urbano, tiran a la calle papeles y basura. Los niños de todos los niveles sociales van a la escuela con el uniforme limpio y recién planchado, y la mochila más grande, pero el rendimiento escolar es de los más bajos. La comida mexicana es de las más admiradas en el mundo, por su variedad de sabores y creatividad, pero somos de los primeros consumidores de comida chatarra a nivel internacional.
Estos extraños contrastes se aprecian en muchos ámbitos.
Por ejemplo, en la actualidad se ha generalizado la publicidad y la promoción de lo que hacen los gobiernos, desde municipales, estatales y federal; hasta lo que hacen las cámaras de Senadores y Diputados se anuncia y promociona, como si fueran productos que se están vendiendo. Estos personajes, seleccionados por los partidos para que nosotros los aprobemos mediante el voto (ésa es nuestra democracia), se gastan nuestros sufridos impuestos no sólo en muchísimas tonterías que no sirven al país, sino que además nos hacen escuchar por la radio y la televisión diversos “spots” en los que nos dicen lo bien que están haciendo su trabajo y el tiempo que invierten en ello, cuando todos sabemos que ésa es su obligación y no habría que agradecerles ni aplaudirles nada. Si en lugar de permitirles gastar en publicidad se dedicaran esos recursos a apoyar verdaderamente al deporte, la danza, o a la creación de escuelas de música y artes plásticas, pero no, qué ocurrencia, ¿en México?
Volviendo al obligado tema de los Juegos Olímpicos, la tradición mexicana de los últimos 40 años ha sido la de premiar a los pocos medallistas que nos han permitido escuchar el Himno Nacional desde lejanas tierras, con una posición dentro del Gobierno (les ha hecho justicia la Revolución, pues.) Así ha sido el caso del “Tibio” Muñoz, de Raúl González y el más reciente, Ana Gabriela Guevara, a quien todavía le alcanzaban estas olimpiadas. Si al menos desde su actual posición luchara por que se hiciera algo más por el deporte nacional, podría perdonársele que se haya retirado de las pistas.
Así es como se hacen las cosas en este país. La pregunta es cuánto tiempo más estaremos dispuestos a tolerarlo.
¡Gracias Memo Pérez, Tatiana y Paola! ¡Gracias por habernos dado unos minutos de orgullo y emoción, que deberán alcanzarnos hasta el año 2012 en Londres, si es que en el inter “el-Tri-de-mi-corazón” no nos lo rompe antes!