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El tormento del sísifo

Gilberto Serna

Durante el paso de los años he ido comprendiendo que no es lo mismo estar gritando desde las tribunas que bajar a la grama pretendiendo armar una jugada para meter un gol. Lo más que aprendí, es que para correr se requiere que el futbolista cuente en su cavidad pectoral con cuatro pulmones, que las piernas se acostumbren a correr mientras se esfuerza en driblar al contrario, conduciendo la bola como si la trajera pegada a sus zapatos, sin parar durante los noventa minutos que dura un partido, que las patadas en las espinillas reflejen una preparación física excepcional, que si brinca calcule en segundos qué ángulo es el mejor, para una vez que se aproxima el balón golpearlo con la frente burlando al portero, mandando la de gajos hasta el fondo, donde una red de cuerdas la detendrá en lo que se considera una anotación. Esta vez me preparé psicológicamente para interviuvar a la esférica acerca de lo que consideré era importante conocer desde su punto de vista. Después de todo, la bola ha sido el testigo y protagonista de épicas batallas.

Un tanto mosqueada, al enterarse de mi interés por saber de su ajetreada vida, se le inflaron los cachetes, esbozando una sonrisa donde estaba una arruga. En qué puedo serle útil, me dijo, sin ningún introito: usted cree que esto es vida, no hay instante en que algún mocetón deje de pegarme. No me dan punto de reposo. El árbitro detiene el encuentro y llevándome bajo su brazo, se acerca a una de las bandas donde un ayudante le proporciona a él y a los jugadores botellas de agua. Todos se refrescan y ni quien se acuerde de mí. No recibo ni gota. En el pasado me fabricaban de cuero, tenía una cámara de hule, en tanto ahora me elaboran de un material sintético simulando los gajos, que antes nos daba presencia y señorío.

Mi abuela, agregó la pelota, tuvo el relativo honor de ser pateada por Edson Arantes do Nacimiento, mejor conocido como Pelé, para que saliera dirigida como por un teodolito al lugar exacto a donde quería mandarla; en tanto que Diego Maradona, a una de mis tías, la adhería a sus botines como por arte de magia, escondiéndola de sus contrarios, de vez en cuando ayudándose con la mano de Dios para mandar la esférica hasta el fondo de la cabaña contraria. He visto tragedias como la del estadio de Brasil conocido como el Maracaná en el que colaboré con los futbolistas uruguayos que ganaron el encuentro. -Hizo una pausa- aproveché para preguntarle: ¿qué tiene el juego de futbol para enloquecer a los aficionados? Me respondió, adoptando un acento académico: es un deporte que lo mismo lleva al aficionado, cuando gana, hasta las puertas del empíreo, que, cuando pierde, lo hunde en la peor de las tribulaciones. Los jugadores son elevados hasta el mismo Olimpo, donde residen los dioses paganos, considerándolos, como en los cantos Homéricos, generales de un Ejército que han ganado la batalla, sin arrojar flecha alguna. Después de ver como se apoderó la locura de la región, ha de coincidir conmigo en que ningún otro deporte es capaz de producir este delirio popular.

Se me quedó viendo, sin ocultar en su redondo rostro las huellas de la trifulca, con los ojos del que sabe que ha venido a este valle de lágrimas a vivir una vida de la patada. Contestó: lo he visto todo. Nada puede asombrarme ¿Se habrá dado cuenta usted, cómo sufren los espectadores, igual que si un pariente rico antes de morir hubiera decidido dejar el total de su herencia a una institución privada? A eso, con sentido masoquista, acude el aficionado a los estadios: a sufrir con cada lance. A gozar una catarsis a través de las emociones que le provoca cada jugada. A expurgar sus angustias acumuladas durante el curso del año. El seguidor de los eventos, en que se pone de manifiesto el jugar con los pies, sufre en cada torneo el tormento de Sísifo, al que el mitológico dios Zeus condenó por chismoso a llevar rodando un gran peñasco hasta la cima de una montaña, la cual, una vez arriba, se deslizaba siempre de nuevo hasta el fondo, por lo que hacía que Sísifo volviera a iniciar una tarea que no tenía fin. Eso le sucede en cada una de las temporadas al equipo local. Ahora gana el torneo convirtiéndose en el campeón indiscutible de una justa que a los laguneros nos ha hecho brincar de puro gusto. Eso dijo, para enseguida hundirse en un mutismo del que no volvió a salir mientras estuve ahí, tentado a darle un puntapié.

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