La mala relación entre Cuba y los Estados Unidos dura ya casi medio siglo. Ambos países portan su parte de culpa. Washington estaba acostumbrado a tratar a Cuba como una colonia. La independencia, obra al cabo de los cubanos, era vista por los EU, casi, como una graciosa concesión coronada por el derecho de intervenir en la isla: la Enmienda Platt, derogada además en 1934, aunque no el espíritu de condescendencia al cuasi-protectorado.
La Revolución Cubana y sus secuelas se explican, en buena medida, como una reacción contra esta situación de inferioridad. Sólo que la revolución, para subsistir ante el acoso norteamericano, debió encontrar otros padrinos: la Unión Soviética durante un largo (y peligroso: crisis de los misiles) periodo y luego, con diversos matices, China, Venezuela y una Europa renuente a sumarse a los errores de Washington.
La otra cara de la moneda es la de una revolución que le ha dado a Cuba escuela y salud, pero al precio de la libertad política y de los errores económicos. Los defectos son obra de Cuba, por más que se presenten en Cuba sólo como resultados del ingrato y estúpido boycott norteamericano. La baja productividad de una tierra feraz entre todas, la tácita resistencia del guajiro a las medidas colectivistas, la cesión moral al sexo y al turismo, las incapacidades de la oferta mobiliaria, alimentaria e inmobiliaria, son atribuibles, sobre todo, a un autoritarismo ideológico y personalista.
El gran cambio se avecina, si no es que ya está aquí. Un país educado no puede aceptar eternamente un Gobierno ineficaz autoritario. Pero un mundo globalizado está dispuesto a tolerar, y aun alentar, a un capitalismo autoritario que funcione. Los ejemplos de Vietnam y China son claros. Sus regímenes no son democráticos. Pero sus economías obedecen a fórmulas de capitalismo, privado y estatal, sumamente exitosas. Al grado de que China, a la que el general Douglas MacArthur quería aniquilar con la bomba atómica en 1951, es hoy la dueña de más de la mitad de los bonos del Tesoro de los EU.
Y la propia Norteamérica, país acreedor durante buena parte de su historia, es hoy país deudor en el que el ahorro ha cedido el lugar al consumo y el consumo ha agotado las fuentes del crédito, anunciando una severa recesión, la más dura desde 1929 y el “crack” bancario.
Hay un tercer factor de la ecuación y es México. Tradicionalmente, nuestro país jugó un papel de intermediario inmediato de equilibrio a largo plazo entre Cuba y los EU, México se negó a romper relaciones con Cuba y mantuvo, con algunas excepciones, una relación, a veces cínica, con la isla: no te metas conmigo y no me meto contigo.
Sean cuales fuesen las ventajas y desventajas de semejante realpolitik, hoy las circunstancias son otras. Los EU se disponen a cambiar de presidente y Barack Obama se presenta con una mente clara a superar errores y crear oportunidades. Cuba es asunto prioritario en este sentido, porque es asunto artificial en un mundo donde el autoritarismo no impide -China, Vietnam- excelentes relaciones con los EU:
¿Habría de ser Cuba, para siempre, la excepción sólo porque está a noventa millas de la Florida? Había otra razón, por supuesto: la militancia anticastrista de Miami. Las estadísticas más recientes demuestran que sólo los viejos de Miami se siguen oponiendo, pero que la mayoría menor de cincuenta años aprueba una apertura, por condicionada que sea.
Algo más: Guantánamo se convirtió en una vergüenza intolerable para los EU. En la base norteamericana se han violado los derechos más sagrados de la Ley de gentes: tortura, detención arbitraria, juicios sin pruebas ni defensa, humillación, arrogancia. ¿Con qué cara, desde Guantánamo, pueden acusar los “gringos” a los cubanos de violación de derechos?
El cierre de Guantánamo, seguido de un diálogo exploratorio entre Cuba y los EU, le da a México la oportunidad de ofrecer una intermediación benéfica para Cuba, para los EU y, desde luego, para México como factor renovado de conciliación a partir de un régimen democrático que, políticamente, nada le debe ni a Washington ni a La Habana.