Francisco
En inglés existe el término “elder statesman”, algo así como “estadista veterano”, para referirse a los políticos, especialmente legisladores, que ya van en la segunda vuelta del cuentakilómetros, que a lo largo de su carrera han tenido una trayectoria exitosa e íntegra, y que son vistos con respeto no sólo por sus correligionarios, sino también por sus contrincantes. En México no tenemos nada parecido, en primer lugar porque no tenemos estadistas, sino grillos y politicastros; y porque nuestro sistema impide que se haga carrera legislativa. Viendo la calidad de las lacras que pululan en San Lázaro y Xicoténcatl, quizá debiéramos estar agradecidos por ello.
El caso es que pocas figuras merecen el título de “elder statesman”. Y uno muy conocido es, sin duda, Edward Kennedy, el último varón de una dinastía muy peculiar en la vida política norteamericana.
Ted Kennedy, como lo conoce todo el mundo, fue el menor de cuatro hijos de Joseph Kennedy, un millonario que amasó fortunas de maneras a veces legales y otras no tanto. Pero a Joseph no le bastaba el dinero. Quería el poder político, de manera que crió a sus hijos para que buscaran altos puestos públicos. Y claro, en aquellos tiempos de la Segunda Guerra Mundial, ello implicaba participar como cualquier ciudadano en las fuerzas armadas… no como ahora, en que un cobarde que le sacó a Vietnam está en la Casa Blanca. El caso es que el hijo mayor, Joe, murió en una misión de bombardeo (francamente alucinante, la verdad), y John Fitzgerald casi tiene la misma suerte como marino en el Pacífico. A fin de cuentas, con esa aureola de héroe de guerra, John alcanzó primero la senaduría por Massachusetts, y luego la Casa Blanca, en 1961. Como Procurador General designó a su hermano Robert.
Como sabemos, John fue asesinado en Dallas en 1963, y Robert en Los Ángeles en 1968, cuando buscaba la nominación presidencial demócrata. Así que Ted, el menor, que había “heredado” el asiento de su hermano en el Senado, quedó como el último sobreviviente de una familia que parecía encaminada a convertirse en una dinastía… y con mucho mayor lustre que la de los Bush.
Ted decidió que era mejor no aspirar a la presidencia. Primero, porque su labor legislativa a lo largo de 46 años ha sido sencillamente histórica, y en ese sentido ha hecho más por su país en el Capitolio de lo que podía haber hecho en el 1,600 de la Avenida Pennsylvania. Y en segundo, porque en 1969 su reputación se tiñó irremediablemente, cuando una joven ayudante murió ahogada tras un accidente, mientras él ponía pies en polvorosa y no le avisaba a nadie. A pesar de ese escándalo, siguió siendo reelecto una y otra vez por los ciudadanos de Massachusetts.
Hace días se anunció que Ted tiene un tumor canceroso en la cabeza. Tendrá que dejar sus atribuciones y tratarse de tan terrible enfermedad. Al hacerlo, dejará un hueco enorme no sólo en el Senado norteamericano, sino en la vida política toda de ese país. Se le va a extrañar. Allá como acá, no hay muchos estadistas, ni veteranos ni novatos.