Es bien sabida la frase que reza: “Dos padres pueden asistir y mantener a diez hijos. Pero, a veces, diez hijos no pueden asistir a dos padres”.
No hay argumento que valga cuando se trata de asistir en su vejez a unos padres que durante muchos años estuvieron pendientes de las necesidades de los hijos.
Porque los padres dan todo por nosotros y suele ocurrir que a la hora que ellos nos necesitan, nuestro egoísmo se impone sobre el amor que les debemos tener.
Por ello, recibí con beneplácito la resolución de la Suprema Corte de Justicia, en el sentido de que los hijos y aun los nietos están obligados a darle alimentos a los padres o abuelos, cuando éstos así lo requieran.
No conozco aún al detalle los argumentos de la Corte. Pero, no obstante ello, me resulta de elemental reciprocidad una resolución en ese sentido.
Si atendemos a los principios fundamentales que rigen en materia de alimentos, llegaremos fácilmente a la conclusión de que así debe de ser.
“La obligación de dar alimentos es recíproca. El que está obligado a darlos, tiene a su vez el derecho de recibirlos”.
“La obligación de dar alimentos es imprescriptible”. Es decir, no desaparece por el transcurso del tiempo.
¿Cómo entonces, podría afirmarse que los hijos no están obligados a proporcionarlos cuando los padres lo requieran?
Sin embargo, si bien es común que los hijos demanden alimentos a sus padres, puede no serlo tanto a la inversa, por un prurito de elemental dignidad.
Los padres suelen razonar en el sentido de que no quieren darle molestias a sus hijos, aunque nosotros les hayamos dado una y mil de ellas.
He conocido casos de ingratitud extrema. Como aquél en que los padres heredaron en vida a una hija ya mayor, la única casa que tenían y en la cual vivían, quizá pensando en que ella ya nunca se iba a casar.
Pero resultó que a aquella mujer le salió al paso un valiente y le propuso matrimonio. Desde luego se fueron a vivir con los padres.
Pero pasado algún tiempo, resultó que el marido la convenció de que si aquélla era su casa, porque los padres no se habían reservado ni siquiera el usufructo vitalicio, podían sacarlos de la casa para disponer libremente de ella. La hija accedió a la infame propuesta del marido y los viejos se vieron en la calle sin tener dónde vivir.
Jurídicamente el caso no entrañaba mayor complejidad. Pero sí estaba cargado de una gran ingratitud.
Por eso, los padres deben de estar protegidos por la ley, de manera tal que si los hijos no los asisten por virtud, que lo hagan por el imperio de la norma.
¿Cuántos casos hay de viejos abandonados a su suerte? De los que si acaso, una vez al año, los hijos se acuerdan de ellos.
Los hay que viven con pensiones miserables, mientras los hijos están en buena posición económica, pero sin destinar ni un cinco para ellos.
Cierto es, como mencionamos, que por lo común, no se atreven a pedir ayuda. Pero es bueno que sepan que no sólo pueden pedirla, sino hasta demandarla si es necesario.
Porque es mentira que la obligación de asistir a los hijos se acaba cuando éstos son independientes. Para los padres su obligación permanece siempre.
Están prestos a ayudar si los hijos requieren apoyo para comprar una casa o un coche. Y aún si son los nietos los que están en esa tesitura.
Los ayudan a poner un consultorio, un despacho o un negocio.
Si cualesquier pareja de padres, ahorrara en vida y a fondo perdido, lo que cuesta un hijo, en su vejez serían millonarios.
Pero ellos todo lo dan: Cariño, dinero, salud, por el bienestar de los hijos y nosotros poco, muy poco les retribuimos.
Ojalá y no tuviera que ser por obligación de la ley, sino por el amor que les debemos; que siempre estuviéramos prestos a asistirlos.
Pero si no fuera así, que sepan que pueden demandar con muchas posibilidades de éxito.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.