No hay nada que supere emocionalmente al recibimiento de un perro John Katzenbach,
“El hombre equivocado”
Por supuesto, se vale estar ligeramente furioso porque un ejército extranjero entró a su país, destruyó la infraestructura, hizo picadillo a las fuerzas armadas, derrocó a un amado tirano, posibilitó el saqueo de los tesoros culturales de la patria y la convirtió en un caos que ha acarreado miles de muertos en los años subsecuentes. De hecho, uno puede estar tan enojado como para tirarle los zapatos al que se considera responsable de esos desaguisados. Lo que sí es que no se vale zafarse de toda regla de urbanidad y llamar “¡Perro!” al señor Bush. No, señor. ¿Qué culpa tienen los perros? ¿Por qué comparar al mejor amigo del hombre con el peor enemigo de la inteligencia? La ira debe tener límites, mi estimado colega iraquí.
Lo peor es que Muntadhar Al-Zaidi no está solo en su desprecio hacia las razas canina y texana. En el mundo árabe el llamar “perro” a cualquier persona es uno de los peores insultos posibles (de ahí que los cristianos seamos llamados “perros infieles” en todas las producciones de Hollywood sobre las Cruzadas). Por alguna razón que se me escapa, en esa parte del mundo los chuchos son considerados animales sucios, al nivel de los cerdos (cuya carne, recordemos, está prohibida por el Islam).
Lo cual puede constituir la gran sorpresa para una buena parte de la Humanidad que no puede vivir sin tener a su lado al fiel Firuláis. Uno se pregunta si las neurosis que llevan a estrellar aviones en contra de edificios y andarse volando con cinturones de explosivos, ese tipo de neurosis, no serían paliadas si esos pobres desgraciados recibieran de vez en cuando un alegre lengüetazo en la cara.
Ciertamente las mascotas son el desestresante más eficaz que uno pueda tener. Para reducir las presiones no hay nada mejor que llegar a casa y encontrarse con un cuadrúpedo que mueve la cola como loco en mi honor, me pone cara de “Te adoro” y emite un inconfundible ladrido de felicidad. Si no somos héroes para nadie más, al menos los canes nos hacen sentirnos importantes y necesarios.
Un servidor tiene un perro labrador llamado “Duende”. Pese a mis esfuerzos, no es una bestia que pudiéramos llamar plenamente domesticada: aunque se le ha quitado la manía de brincarle a los extraños para darles una violenta y babeante bienvenida, son pocas las órdenes que obedece. Quizá lo malcriamos desde cachorro, cuando estaba igualito a los perritos que anuncian croquetas y duermen sobre rollos de papel sanitario (el problema fue que a los seis meses más bien parecía pony). El caso es que resulta un vendaval de cariño difícilmente sometible. Pero no hay por qué quejarse: “Duende” prodiga un amor incondicional, sincero y sin cortapisas; y nos recuerda por qué algún Cromagnon se tomó la molestia de domesticar un lobo y convertirlo en perro, hace algunos miles de años.
Aunque es medio bobo, “Duende” tiene sus virtudes: por ejemplo, es un magnífico jugador de pelota. Esto es, se le avienta una bola de tenis (sus preferidas) y él la pepena rápidamente, en ocasiones haciendo piruetas, y con frecuencia corriendo hacia atrás, a lo Willie Mays. Luego se la regresa al pítcher, perfectamente babeada, para seguir jugando. Podría hacerlo por toda la eternidad sin aburrirse. Es el alma más pura, el karma más limpio que conozco.
Uno podría creer que con “Duende” se satisfacen las necesidades de cariño e ingenuidad requeridas a principios del Siglo XXI. Pero no, las cosas no son tan fáciles.
Por uno de esos chantajes filiales en los que increíblemente uno sigue cayendo pese a tener lustros de ser padre, desde este año también tenemos en casa a un miembro de la especie felina. Los gatos nunca habían sido santo de mi devoción. Son misteriosos, manipuladores, impertinentes, desconsiderados, egoístas, naturalmente elegantes: demasiado femeninos para mi gusto. Pero mi hija me convenció que adoptáramos a un gato callejero rescatado de esa condición por una prima. Por supuesto, ella dijo que se haría cargo de la bestezuela. Por supuesto, si acaso le sirve las croquetas una vez a la semana, y un servidor ha pasado a ser el encargado de la salud, alimentación y bienestar de un animal salvaje que me ha ganado el corazón.
En honor a un querido pintor (y a un personaje de la película de Disney “Los Aristogatos”) el micifuz pasó a llamarse “Toulouse”. En temporada de la Champions League también responde al apelativo de Gennaro Gattuso, como el mordiente volante del AC Milán. Bueno, eso de que responde es un decir. Como todos los miembros de su especie, “Toulouse” hace como que los humanos no existimos excepto para cumplir sus caprichos, y si acaso se digna a voltear a vernos al quinto o sexto llamado. Pero eso sí: rara vez se separa de la compañía humana. Quizá considera que somos un poco tontos, y si no nos cuida algo podría ocurrirnos… lo cual iría en detrimento de su comodidad. De manera tal que es común que duerma en la misma cama que sus dueños, y más de una vez me he despertado en la madrugada porque el gato me pasa por encima para ir a un lugar más cómodo. No, no me tiene demasiadas consideraciones. De hecho, nuestro ritual matutino para terminar de despertarnos es jugar un round de zarpazos entre los barrotes de la escalera. Todos los días, a las siete.
Si “Duende” es el cariño en bruto (y a lo bruto), “Toulouse” es la curiosidad metódica. No puede ocurrir nada en la casa sin que la acción sea cercanamente supervisada por sus ojazos inquisitivos. No puede abrirse una caja sin que él se asome o se trepe a la misma. Suele pasar largos ratos, en estado catatónico, observando el mundo tras las ventanas. Puede quedarse sentado mirando pájaros en un árbol durante horas y horas.
Por supuesto, el árbol de Navidad resultó para él un auténtico paraíso. Como mi mujer le cuelga hasta la mano del molcajete, le sobra con qué entretenerse, qué explorar. Cuando no está tumbando adornos, adopta postura de acecho, como si fuera un mini-león en una jungla en miniatura. Asomándose entre las ramas repletas de moños y esferas, como si estuviera a la caza de un antílope, nos recuerda la descripción que alguien diera de los gatos: son pedazos de selva en casa.
Total, que con dos mascotas un servidor es plenamente feliz. Por eso me extraña que haya tantas personas que sienten aversión a los animales domésticos; que ciertas gentes le tengan miedo a los perros; que haya desalmados que ahoguen gatos recién nacidos. Quizá en esta temporada el contemplar la adquisición de una mascota sea una de las mejores opciones. Como fuente de felicidad y de paz, no tiene igual.
Además, cuando todo termine, ¿quién abogará por nosotros, sino los inocentes?: Los niños; y los perros. Consejo no pedido para que le mueva la cola un ser bípedo: Vea “La verdad sobre perros y gatos” (The truth about cats and dogs, 1996), comedia romántica con Uma Thurman antes de que anduviera fileteando gente con espadas samurái. Provecho.
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