En sus fecundos 80 años, Enriqueta Ochoa ha recibido múltiples homenajes de diferentes universidades nacionales: Juárez de Durango, Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, Universidad Veracruzana, Universidad de Sinaloa; fue nombrada Hija Predilecta de Torreón en 1976; en 1985 se colocó, en nuestra ciudad, un busto de bronce (muy pequeño) con su efigie en la Calzada de los Escritores de la Alameda; desde 1994, Conaculta, el INBA y el Seminario de Cultura Mexicana convocan anualmente al Certamen Nacional de Poesía “Enriqueta Ochoa”. El pasado 18 de mayo, en el Palacio de Bellas Artes, le fue otorgada a la poeta lagunera la Medalla de Oro del INBA, y el Fondo de Cultura está por publicar su obra completa.
A principios de los noventa, tuve el privilegio de asistir como alumna a varios talleres que ofreció la Maestra Enriqueta Ochoa en el entonces Anexo del Teatro Martínez, aquí, en su ciudad natal. Los talleristas, heterogéneo grupo de aspirantes (algunos muy ingenuos, como yo) a poetas, la escuchábamos con una sonrisa de admiración congelada y con la mirada intensa y ardiente, seguros de que “algo” de su enorme talento se nos pegaría.
Durante poco más de seis meses asistimos, los sábados por la mañana a escuchar a la Maestra Enriqueta; sencilla, natural, dicharachera como buena lagunera, recomendaba leer mucha poesía para que entendiéramos qué eran el ritmo y la musicalidad; que hiciéramos listas de palabras entresacadas de poemas, palabras de lenguaje poético para que las separáramos en sustantivos, adjetivos y verbos; nos decía “escojan palabras que sugieran imágenes poéticas, como sauce, cristal, surtidor, agua, oleaje, luz, espesuras, fulgor; las palabras deben ser sugerentes para lograr musicalidad”.
En aquel grupo de aspirantes a poetas recuerdo a la entrañable amiga Ernestina Gamboa, Rosario Lamberta de González, Loretta Casán, Miguel Morales (cuyo talento poético me pareció siempre el más auténtico, sin agraviar a los demás). Ana María Fuentes y Yolanda Natera; a Virginia Sariñana (querida Coca) Oralia Esparza y Laura Guerrero. Nos decía que la poesía que más llega al lector debe ser sencilla, sugerir, no explicar nada, y a través de la lectura, hacernos de nuestro propio lenguaje poético: leer a Jeremías, a Job, el Libro de Ruth, los Salmos; y por supuesto, a Jaime Sabines, Ezra Pound, Octavio Paz, Rilke, Gorostiza y una enorme lista de poetas y escritores de todo origen y época para que supiéramos distinguir: “La prosa es directa, pero tampoco debe haber asonancias ni consonancias. (…) Actualmente a los poetas les falta luz interior. (…) Lean siempre a los poetas nuevos, que susciten una luz, un color, una sensación”.
Para la Maestra Enriqueta, la luz es algo básico, elemental. En una entrevista reciente, con motivo del último homenaje, dijo: “Me siento muy feliz de haber nacido en Torreón. (…) La luz de La Laguna fue siempre muy importante. Antes de escribir cualquier cosa, el gran enigma, la gran interrogación era la luz que tenía Torreón. La luz y el desierto estuvieron siempre emparentados en mi poesía, con Dios. ¿Adónde van los que quieren santificarse? Pues hacia la luz del desierto. La luz es importante para adentrarse en uno mismo y en Torreón, la luz es única”.
Después de meses de fallidos intentos, de hojas y hojas de “pseudo-poesía-trabajada-y-exprimida”, con las notas laterales de “mal”, “pésimo” y/o “fatal”, aprendí que no se aprende a ser poeta; se nace, como con todos los talentos de que es capaz el ser humano. Enriqueta, con su natural sencillez, solía decirnos que ella casi no escribía cartas porque hasta ésas le salían poemas.
Lo que sí aprendí en esos fines de semana al mes con la enorme poeta lagunera, fue a entender la poesía, a encontrar en las palabras y las imágenes de otros resonancias de mis propios pensamientos, vivencias, temores, anhelos. A disfrutar con lucidez de la poesía real y auténtica. Reconocí que no era necesario esforzarme a escribir lo que otros dicen tan bien como ella; que con gozar de su lectura me bastaba. Durante el tiempo que conviví con Enriqueta en esos talleres, sus consejos siempre fueron honestos y cálidos; sin lastimar a nadie, con su voz suave y moviendo las manos, se entreleía en sus comentarios que tal vez, algunos carecíamos de aquello impalpable y sutil que les viene por naturaleza a los verdaderos poetas.
Ella ha dicho que desde niña “…siempre que escribía sentía una voz que me dictaba (…) y yo le tenía miedo a la voz que me dictaba y pensaba ‘es de Dios.’ (…) Soy sincera, yo no tengo ninguna gracia aquí. La gracia realmente viene de otra parte. No soy más que un instrumento a través del cual una voz me va dictando, la hora y el lugar que sea, en auto o a pie, dormida o despierta. Eso me ha sucedido ahora y siempre”.
De modo que mientras los poetas, esos seres medio extraños, cargados con un fuego interno que los sacude sin aviso, que de improviso los domina y atraviesa como un relámpago, que obedecen a una voz y la deben dejar salir, nosotros, los no poetas, los que no tenemos la complicidad de la palabra exacta ni la voz precisa que transforma la imagen en letra, nosotros los simples mortales lectores, debemos dejarnos llevar por el embrujo de sus versos, por la música y el ritmo de sus palabras y permitir que nos suavicen el alma, y que nos conduzcan, aunque sea brevemente, hacia esos espacios de luz.
Me uno con estas líneas al merecido homenaje que se le rinde a la querida y admirada Maestra Enriqueta Ochoa. Me siento honrada de haber sido su alumna por unos meses y me parece que Torreón, este “desierto de luz única” aún le debe a la extraordinaria poeta lagunera una calle, un parque, un puente, algo que además de sus versos nos la haga presente todos los días.