Vivía en una zona de clase media, pero se llevaba con los de la alta sociedad. En el Sur del DF, él era de Villacoapa, pero sus amigos del Pedregal.
Cuando la mañana del 8 de septiembre el procurador de la Ciudad de México mostró las fotografías de los presuntos integrantes de la banda de “La Flor”, acusados de secuestrar y asesinar a Fernando Martí, se cruzaron quién sabe cuántos mensajes de texto, pinazos de Blackberry y llamadas a celular entre jóvenes de nivel socioeconómico desahogado: ¿lo viste? ¡No manches!
Miguel Ángel Ortiz Toriello, hijo del “Apá”, era de sus conocidos. Frecuentaba los mismos antros, comía en los mismos restaurantes, fue a la misma escuela y hasta manejaba los mismos coches.
Del susto se pasó a la memoria. Y de la memoria, a la indignación y la denuncia.
Miguel Ángel Ortiz y su grupo de amigos -curiosamente varios se llamaban Federico- se distinguieron socialmente en la década de los noventa por sus fechorías.
Hasta los oídos de los investigadores del caso han llegado éstas y otras historias que delinean un perfil delictivo con un denominador común: sus víctimas eran siempre personas conocidas, cercanas.
Como método frecuente de financiamiento, por ejemplo, robaban autopartes de los caros vehículos del padre de uno de los amigos. Luego se presentaban con ese mismo papá y se ofrecían diligentes para conseguirle, en el mercado negro y a más bajo precio, la pieza que le hacía falta a su exclusivo coche: cobraban un dinero y ponían el mismo tapón, espejo o calavera.
En un deseo de contribuir a la indagatoria, las autoridades han recibido denuncias de que, cuando eran preparatorianos, este grupo de cuates secuestraba perritos de sus familiares. Se llevaban las mascotas, convencían a los suyos de poner letreros ofreciendo una cantidad como recompensa “para que aparezcan pronto”… y luego cobraban el rescate.
Otra. Un buen domingo, afuera de la iglesia del Pedregal, el grupo se encapuchó y robó un reloj de lujo a una de sus amigas cuando abordaba su vehículo al salir de misa.
Y el relato que a oídos de cualquiera puede resultar inhumano: echaban mano de los mismos pasamontañas para esconderse a la vuelta de la esquina de sus casas y robarles la quincena a sus propias trabajadoras domésticas.
Sus travesuras-delitos de adolescencia no lo vuelven en automático plagiario, pero sí sirven para completar el perfil en medio de la incertidumbre social: ¿son o no son secuestradores? Ellos dicen que no. Dos administraciones enemigas hermanadas por un reclamo público -federal y defeña, PGR y PGJDF- dicen que sí.