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¿En qué momento nos perdimos?

Addenda

Germán Froto y Madariaga

Estamos llegando a extremos inauditos en materia de seguridad pública. El bombazo de ayer en la capital del país inaugura un nuevo capítulo en la descomposición del tejido social.

Fuimos transitando de los robos y los fraudes, a la venta de drogas y el secuestro, hasta llegar a las ejecuciones despiadadas y la impunidad total que permite tirar, como si fueran papeles, cadáveres en el río Nazas, sin que nadie sepa nada, y los que saben fingen demencia.

De los tiempos en que nos asustaban con llevarnos a La Alameda, para entregarnos a Julio Cajitas, a éstos en que se vende droga en las escuelas y se violan menores de edad dentro de las aulas.

Nosotros las únicas drogas que conocimos siendo niños, eran las que adquiríamos con don Manuel, el de la tiendita de la Pereyra y las del Siglo XX, por andar comprando televisiones nuevas.

Como he comentado en otros momentos, en la privada de la Degollado, todas las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y a nadie le faltaba nada.

A la casa que entrara uno, al caer la tarde, lo invitaban a merendar. La solidaridad vecinal era manifiesta y los niños de la cuadra eran de todos, sin distinciones.

Después nos volvimos egoístas y desconfiados. Llegó la cultura de la tolerancia total. “No hay que pegarle a los niños, porque se trauman”.

Cuando uno cometía una falta, no estaba exento de que nos dieran unos buenos cintarazos y no nos traumamos. Después, un infante podía hasta demandar a sus padres, por violación a sus derechos humanos.

La dislexia la curaban con un sape en la cabeza, con el apercibimiento de: “Hable bien, muchacho de porra”.

Ningún niño iba con el psicólogo o acudía con algún terapeuta. Si los había, andaban en otros menesteres profesionales, porque de eso se hubieran muerto de hambre.

Se nos hablaba constantemente de Dios. Íbamos a ofrecer flores, y en mayo mi madre nos hincaba a rezar el rosario antes de dejarnos ir a jugar.

Los adultos y los maestros eran figuras de mucho respeto, por el solo hecho de serlo. Nadie cuestionaba su autoridad, ni los castigos que ellos impusieran, como medidas correctivas.

Nadie se asombraba de que fulano o mengano se hubiera liado a golpes con algún cura, en el colegio, pero siempre eran “tiros derechos”, sin abusos de ninguna de las partes.

Ni ellos reportaban la pelea, ni nosotros llegábamos a la casa diciendo que nos habíamos trenzado a golpes con un maestrillo.

Sabíamos a quién pertenecían los juguetes encontrados en la calle y los entregábamos sin demoras.

Las disputas entre barrios contiguos se resolvían a trompadas, pero a nadie se le ocurría acudir a esos pleitos portando armas de ninguna especie.

Luego las cosas cambiaron y cualquier mozalbete podía traer una pistola al cinto y era capaz de usarla por quítame estas pajas.

Los niños comenzaron a discutir las órdenes de los padres y las familias se fueron “democratizando”. Antes, una orden era una orden. Después, éstas se discutían para conocer su fundamentación y procedencia.

De aquellas casas en que sus moradores eran generosos, pasamos a las fortalezas enrejadas; con cámaras de video y alarmas, que alertaban de cualquier presencia sin distinción alguna.

Las calles en las que al atardecer, jugábamos al bote pateado, al belit o a los encantados, se tornaron desiertas y ahora todos los niños se sientan simplemente a ver la tele o a jugar con sus videojuegos, que si bien les reportan habilidades manuales, los idiotizan y hacen agresivos.

¿A qué horas perdimos nuestra libertad? ¿En qué tortuoso camino se perdieron nuestras formas simples de divertirnos?

¿Cuándo fue que se les perdió el respeto a los padres y maestros?

¿En qué momento dejamos de creer en Dios?

¿Podemos aún retomar aquella forma simple de vivir, la solidaridad y la convivencia cotidiana con nuestros vecinos?

Que cada cual responda a esas interrogantes.

Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.

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