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Enriqueta: la belleza y lo insondable

HORA CERO

Roberto Orozco Melo

En 1954 conocí a Enriqueta Ochoa: con mucho, y desde hace mucho, la mejor poeta de Coahuila y una de las literatas más esclarecidas de nuestra patria: Enriqueta murió la tarde del lunes en su casa de la calle Amores en la Ciudad de México. Hoy interrogo a la vida: ¿Sería meramente circunstancial que Enriqueta llegara a vivir a una calle con tan hermosa designación? Quizá Enriqueta captaría que la casualidad no solamente era una coincidencia sino un destino.

De amor, amores, amoríos, amoroso, amorosiento y amorcillos se llenan las expresiones de la lírica universal. La poesía nace del amor o del desamor. No es fácil encontrar algún poema romántico que ignore este vocablo. Enriqueta Ochoa fue, en sí misma, un amor de persona: su trato era amoroso en el estricto sentido de la palabra y su voz, siempre tranquila, mantuvo el tono bajo y eufónico de su voz y el modesto y apacible trato de una sincera cordialidad.

Recuerdo un domingo del año arriba escrito en que Enriqueta fue a misa de doce en la Iglesia del Carmen conmigo y mis amigos saltillenses Edmundo y José Juan Cabello Fuentes. Ahí conocí, gracias a José Juan, a Enriqueta Ochoa. A la voz de “ite misa est” juntos enfilamos a la plaza municipal de Torreón a saborear una “raspa” de uno de los estanquillos. Éramos jóvenes, sanos y románticos que no necesitábamos estímulos etílicos y otros adictivos para soltar la rienda de nuestro fanático entusiasmo por la poesía.

Aquel día, bajo el reverberante sol lagunero, Enriqueta abrió su bolso y extrajo dos o tres cuartillas manuscritas para darnos a conocer el poema que iba a dar título a su primer poemario: “Las urgencias de un Dios”. Apenas pudimos ocultar nuestro pasmo y fascinación ante la pausada lectura de aquel poema que había sido depurado en una íntima experiencia personal, asaz desconcertante en una muchacha de 17 años que proclamaba y reclamaba a gritos por la comprensión de un Dios inexplicable aventurado en lo escabroso. Enriqueta concluyó la lectura y el agua salina de sus grandes ojos rebasó los párpados. Nada atinamos a decir nosotros, nada hicimos, aparte de balbucir nuestra gratitud por aquel satisfactorio convite de poesía.

Enriqueta ha muerto ¿o será que ella ha nacido ahora para saciar su infinita curiosidad por Dios, la explicación de su destino o las causas y designios del Ser poderoso en el caos de lo insondable?

Mariana Toussaint Ochoa: apenas te conozco. Un día tu madre me habló sobre ti y de su esperanza en ti y en tus hijos. Incapaz de traducir la hondura de su sentimiento en mis precarias palabras, opto por transcribir aquí los últimos versos de “Las urgencias de un Dios”:

“Quiero en Dios al hijo que creciendo

en plenitud reviente el cerco falso

y destruya las fronteras

y la celda ficticia y demudada

del concepto y la carne.

Lo quiero levantando su imperio

al aire libre,

desnudo, limpio, imperturbable y sano,

respirando hondo y fuerte

del aliento rotundo de la tierra”.

Saltillo, diciembre tres de dos mil ocho.

Con mi solidaridad en tu pena.

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