Anthony Giddens, uno de los psociólogos más influyente en el mundo, ha puesto el ojo desde hace mucho tiempo en las complejas conexiones entre el poder y la intimidad. El tiempo de la modernidad ha transfigurado la vida personal, la familia, los patrones de consumo, el uso del ocio. Los problemas que enfrentamos hoy sugieren una transformación importante en la acción del Gobierno. Antes el Estado —Giddens habla del Estado de bienestar— se podía considerar como un artefacto reparatorio: los problemas sociales son resueltos o, por lo menos, atendidos por el poder público. Si alguien se enferma, el Estado provee la atención del doctor y la medicina; si un padre no puede pagar la educación de su hijo, el Estado ofrece la escuela y el libro gratis. Hoy parece que esa función correctiva resulta insuficiente. El Estado debe actuar antes de que el problema estalle. Necesitamos cambiar nuestra forma de vivir, de comer, de consumir, de viajar. En un artículo publicado recientemente por El País, “Cambiar el estilo de vida,” (22 de octubre de 2007), el psociólogo inglés apunta que los problemas que enfrentamos hoy serán imposibles de ser resueltos si los agentes políticos no logran convencer a la sociedad de que viva de manera distinta. No se trata simplemente de que cumpla la ley. Se requiere estimular nuevas formas de vida y convivencia.
Pensemos en el problema de la obesidad. México se ha convertido en uno de los países con mayores problemas de sobrepeso. El segundo lugar, según algunos estudios. El secretario de Salud ha dado datos alarmantes. Más del 71% de las mujeres mayores de 40 años y más del 67% de los hombres tiene sobrepeso. El problema es particularmente grave en los niños. Alrededor del 20% de los niños menores de 10 años padece obesidad. Cada hora mueren 12 personas como consecuencia de enfermedades relacionadas con la obesidad. Estudios de la Organización Mundial de Salud advierten que este siglo matará más personas por obesidad que por desnutrición. Las enfermedades de viejos ya se instalan en los jóvenes. El problema no se explica solamente por los nuevos hábitos alimenticios, sino también por la falta de ejercicio.
Parece innegable que el tratamiento no puede ser exclusivamente médico. Los hospitales serán desbordados si no se logra cambiar los hábitos. La pregunta es si el Estado tiene el derecho de imponer un estilo de vida. Aún siendo hábitos incuestionablemente saludables, higiénicos, ecológicos, ¿tiene el poder público facultades para meterse en nuestra vida? ¿No tenemos el derecho de ser panzones, si nos da la gana? ¿No consiste nuestra libertad en el derecho de escoger voluntariamente nuestros malestares, si no fastidiamos a los demás? ¿Le corresponde al Estado legislar sobre estilos de vida?
El tema es delicado porque, bajo la divisa de la salud, bien puede cambiarse la naturaleza del Estado para convertir al poder público en nana de las buenas costumbres. Si una sociedad liberal ha de ser enjambre de proyectos autónomos, el Estado debe rehusar la tentación de deformarla en un internado en donde la trompeta de la ley impone ciclos para la gimnasia, el pollo hervido con verduritas y la cultura. Aquí también se percibe una amenaza neopaternalista: el Estado sabe lo que nos conviene y nos cuida para que no nos dañemos. Reducidos a condición de menores de edad, viviríamos bajo el tutelaje de médicos, deportistas y ecólogos. Las líneas tradicionales siguen siendo pertinentes: el Estado tiene el derecho y aún la responsabilidad de evitar que unos dañen a otros. Tendrá la tarea de orientar y de difundir información, pero no el permiso para imponer un ideal de vida atlética.
Giddens clarifica algunas líneas para la actuación del Estado. Los niños no están la misma condición que los adultos. Sería urgente, por lo tanto, establecer medidas para cuidar la alimentación de los niños en las escuelas y normar también la publicidad dirigida a ellos. Pero hay que tener cuidado de no empujar la línea interventora demasiado lejos. La discusión reciente sobre el uso del tabaco en espacios públicos es parte de esta nueva discusión sobre los hábitos. Hay quien quisiera eliminar el tabaco de cualquier lugar donde pudiera haber humanos. La postura proviene de la mentalidad del internado. Se trata de imponer un estilo de vida, más que de defender a los “fumadores pasivos”. No encuentro ninguna lógica para proscribir los cigarros de esa manera y expulsar a los fumadores al insociable territorio del cielo abierto. Entre paréntesis advierto: aborrezco el cigarro y sus olores, pero pregunto, ¿por qué no habría de permitirse que, en sitios como los bares, se fume? Pensemos en una cantina. No se trata de cualquier sitio. Es un lugar donde, en primer término, no debe haber niños. Se trata, ante todo, de un refugio de la hospitalidad basado en la generación de una atmósfera. Ese ambiente se basa en la luz de lugar, la música que se toca, la comida, los muebles, la gente que aparece, el ruido. Para muchos, la amabilidad del lugar dependerá de la ausencia de humo. Para otros será lo contrario, la posibilidad de prender un cigarro o fumarse un puro. Si se advierte con claridad que en ese lugar se fuma, ¿por qué no podría fumarse?
El puritanismo de la tolerancia-cero deja de ser una defensa de derechos para convertirse en la imposición de un modelo de vida. ¿Queremos transformar la sociedad en una clínica de recuperación? ¿No habría que cuidar también a esos heterodoxos de mal gusto y peor aroma que son los fumadores? Es innegable que habrá que fomentar cambios en nuestros hábitos, pero creo más pernicioso el recluirnos en un internado balsámico.
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