Menudo lío el que traemos. La estructura del sistema político no puede romperse ni reformarse y, entonces, el resultado es una parálisis que ni a unos ni a otros favorece pero a todos perjudica.
El fondo del problema es ése: la constitución del país no da para romperla ni para reformarla. Por eso, cada asunto puesto sobre la base del debate se convierte en un anatema. Llámese aborto, pista de hielo, pensiones, playas artificiales, petróleo, desnudo colectivo, impuestos, bicicletas o aeropuerto... cada asunto se convierte en el pretexto para medir fuerzas y tensar posturas, llevando el juego hasta el límite, pero sin nunca rebasar esa frontera.
Los contendientes se espantan al llegar a esa rayita, se aterran de lo que podría ocurrir y, entonces, meten reversa, regresan a la posición original, que es aquella que abandera el inmovilismo: “lo mejor que le puede ocurrir al país es que no pase nada”. En ese límite, unos y otros caen en la cuenta que ni son revolucionarios ni son reformistas sino simplemente inconformes conformistas, reyes-administradores de promesas sin sustento o de críticas sin consecuencias.
Una y otra vez se juega a lo mismo, quedando siempre en un empate. Ni ganan los rupturistas ni los reformistas que terminan por generar adefesios políticos, expresados en reformas o resistencias que no son ni lo uno ni lo otro. Nadie queda contento y, así, de parche en parche van tejiendo una cobija de problemas hasta que algún nuevo asunto reaviva el lío que, inexorablemente, culmina en el empate del inmovilismo.
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Bajo la filosofía que reza “de lo deseable, lo posible”, muchos proyectos y programas quedan a medias. No cumplen con su cometido y las partes llaman a la ciudadanía a festejar, como victoria, la conquista de la mediocridad: ni se rompió ni se reformó, sino –citando al clásico– todo lo contrario.
Ejemplos sobran. No hay nuevo aeropuerto, pero sí otra terminal. No hay reforma fiscal de fondo, pero sí IETU y un ligero aumento en la recaudación. No hay reforma del Estado, pero sí reforma electoral. No hay un plan de desarrollo de vialidades, pero sí segundo piso. No hay recursos para transformar la industria petrolera, pero sí excedentes petroleros que despilfarrar.
Lo más curioso de ese juego es que tanto rupturistas y reformistas aseguran actuar bajo el marco del Estado de Derecho. Los rupturistas amparan su juego bajo el enunciado de que el pueblo puede darse el Gobierno que quiera. Los reformistas, en la idea de que la Constitución puede enmendarse tantas veces como se quiera e incluso convertirla en un libro de hojas desprendibles.
Lo cierto es que ninguno de los dos cree en la institucionalidad, por lo que hacen de la impunidad la mejor norma de conducta. Unos bloquean las calles o las iniciativas porque saben que, aun rebasando los límites de su actuación, no les ocurrirá nada. Otros presumen que harán valer el derecho pero, luego, guardan la divisa porque siempre es mejor negociar para preservar la paz pública, aunque se traduzca en un desastre público.
Exageran ambos el lenguaje y, después, se desdicen. Los unos amenazan con llevar la resistencia hasta donde tope aunque, al final, al topar con algo se harán de la vista gorda y echarán atrás el movimiento. Los otros anuncian la reforma de fondo de tal o cual asunto y, cuando ven que ésta no podrá concretarse, dirán que si las cosas quedan como están no hay por qué inconformarse.
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El problema de ese juego, donde el país ni se rompe ni se reforma, es terrible.
Uno de sus efectos es que los únicos beneficiarios de la eterna indecisión de la élite en el poder y fuera del poder son los caciques: los gobernadores, los dirigentes sindicales, los grandes capos de los negocios permitidos y prohibidos, los jerarcas de las iglesias y las órdenes... Todos ellos saben que, sin reglas validas, pueden hacer y deshacer cuanto quieran porque la impunidad está patrocinada desde las más altas esferas del poder y del no poder.
Por eso, el país tiene una constelación de gobernadores dignos de preservar en el museo del horror político. Por eso, Mario Marín puede dictar conferencias de cómo violar impunemente el derecho y salir indemne. Por eso, Ulises Ruiz puede traer de cabeza a Oaxaca sin perder la suya. Por eso, los comisionados de la Cofetel pueden seguir en su puesto como si no estuvieran en un predicamento legal. Por eso, los sicarios están en jauja, cobrando la renta de sus servicios. Por eso, no falta quien pide reconocer el lado bueno de los pederastas. Y, probablemente, no faltará el narcotraficante que mire no sólo su industria criminal, sino también su aporte a la consolidación económica del país. Por eso, el procurador de los derechos humanos opera como el abogado defensor de los abusos del Estado. Por eso, los dirigentes sindicales confunden los derechos laborales con los privilegios ilimitados. Por eso, algunos grandes empresarios ejercen el peso de su poder y fuerza, por encima o por abajo de las normas legales supuestamente establecidas.
Si los grandes líderes políticos, revolucionarios y reformistas, juegan a tolerarse en el fracaso de su respectiva postura, el resto de los líderes sectoriales o gremiales no ve por qué actuar de un modo distinto.
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Otro efecto terrible de ese juego, donde ni se rompe ni se reforma, es el de la desesperación social.
Muchos de los problemas que se colocan en la mesa de debate como posibilidad de reavivar la polarización están llegando a su límite. Las reservas petroleras dejan ver su agotamiento, el desperdicio de agua amenaza con secar a las ciudades, el sistema eléctrico en el centro de la República no da más de sí, el crimen escala la fuerza de su violencia... De tanto postergar las soluciones y de tanto poner parches, los problemas exigen soluciones radicales que, cuanto más se dilatan, más difíciles se hacen.
Las cosas están dejando de funcionar. La inercia ya no basta. Los sectores sociales entran en desesperación. Los industriales exigen resolver a como dé lugar la falta de energía. Los precaristas deciden actuar por fuera de los canales institucionales de participación. Los ciudadanos se alejan, expulsados, de los partidos. Los acelerados comienzan a echar mano de la pólvora. Los fieles buscan otras iglesias donde amparar su fe. Y los criminales se divierten en el esfuerzo de sostener boyante su negocio... mientras el país da tumbos y pierde tiempo en la urgencia de insertarse seriamente en economías marcadas por la competencia.
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Lo más increíble del juego de rupturistas y reformistas que, al empatar se dan la mano, es que a sabiendas de la imposibilidad de avanzar por esa ruta insisten una y otra vez en concederse la revancha y repiten el juego con el mismo resultado.
En vez de echar mano de la imaginación y el arrojo político, repiten una y otra vez su rutina, animando a la desesperación. Los revolucionarios pasan por conservadores o rijosos, los reformistas por soñadores o incapaces. Y en su juego se asocian o se alían, increíblemente, con quienes en principio no podrían ni saludar. ¿A ver cuándo deciden salir de un esquema que, por la constitución del país, no da ni para romper ni para reformar?
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