Sucede algunas veces. Se le conoce como el síndrome de la pantalla en blanco. De pronto se sienta uno frente al teclado y no encuentra de qué escribir.
Pudiéramos escribir sobre la crisis económica. El supuesto “catarrito” que le iba a dar a México y ahora ya nos anda. Sobre el plan del Presidente, para enfrentar la crisis. Sobre el derecho a la felicidad, que anda ofertando un candidato a diputado local, que por lo visto no sabe lo que son las leyes. Y algunos otros temas insulsos que rondan por ahí.
Pero la verdad, ni ganas de hacer eso, porque la nostalgia me invade y no sé ni cómo demonios fui a caer en ella.
De repente, las figuras de mis padres se posesionaron de mis pensamientos, así como los consejos que ellos nos daban para llevar una vida feliz.
Se requiere paz, tranquilidad, conciencia tranquila y vida sosegada.
Con la mayoría estoy de acuerdo, pero a veces la vida tan sosegada me abruma.
Requiero de ciertas emociones que agiten mi corazón y hay épocas en que no las encuentro.
Creo que, como en ese correo que circula por ahí, la paz perpetua, es el nido de un pájaro, al lado de una enorme cascada, que puede destruir ese nido en cualquier momento y sin embargo, él se mantiene sereno.
Casi, casi, como diría el poeta: “El ave canta aunque la rama cruja, como que sabe lo que son sus alas”.
Por estas alas que Dios me dio siempre he confiado en ÉL. Sé que nunca me dejará caer, pero a veces requiero de probarlas.
Para no entregarme a la depresión, cuento mis bendiciones.
Tengo tantas: Trabajo, salud, familia, amigos, humor, amor, cariño y muchas cosas más.
Ah, claro, tengo la música, que todos los días baña mis oídos y me llena de alegría.
Como diría Sabina: Tenemos los bares, la risa, los trenes, los libros, sudores, jadeos...”.
Y por si ello fuese poco. Tenemos el mundo y mil lugares por visitar, a los que nunca hemos ido y algún día podremos ir.
Aunque siempre me he sentido libre, tal vez, haya ocasiones en que es necesario probar esa libertad.
Como cuando vagaba por el mundo, ligero de equipaje; y me bajaba de un tren en cualquier lugar, dormía en un austero albergue y seguía mi camino con grandes ilusiones en mis bolsillos.
¿Qué me hacía falta? Diría que nada. Sólo esas ansias de libertad, que nos hacen no sentirnos extraños en ningún lugar porque somos ciudadanos del mundo.
Pero la vida cambia y nos sosiega. Se torna lenta, pausada y sin ser ello malo, nos hace renunciar a ciertas cosas.
Quiero hacer un viaje con mis amigos más antiguos. Cincuenta años habremos de cumplir el próximo y espero que de verdad Íñigo y Luis estén dispuestos a enfrentar la aventura.
Si, ya lo sé, no es lo mismo los tres mosqueteros que veinte años después, pero aún puede ser si lo deseamos con fe.
Llegar a viejas y nuevas ciudades, sentarse a comer frente a una mesa de paz bien abastada, sin prisas ni presiones, recordar tiempos idos, pero muy gratos y volver a emprender la marcha.
¿Se puede? Claro que se puede, todo está en verdaderamente desearlo.
Todos deberíamos de poder hacer lo que queramos. Pero luego resulta que, todo lo que me gusta: es ilegal, inmoral o engorda.
Y la felicidad entraña, obligadamente, el sujetarte a ciertas normas. Así es la vida en sociedad. Por eso Juan Jacobo Rousseau, situaba la verdadera felicidad en un ambiente total de aislamiento. Pero, ello no es posible y nos vemos obligados a vivir en sociedad.
Javier Garza, debe estar trinando porque estas líneas no han llegado a la redacción. Debo concluir ya. Somos irremediablemente, prisioneros de horarios y planillas. Bueno, ni modo, baste por hoy.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.