Es una de las peores consecuencias de la fama: que todo el mundo puede darse cuenta de lo estúpido y falible que es el famoso. Quizá lo sea igual o menos que la mayoría. Pero por el simple hecho de ser conocido, muchos suponen que no comete los mismos errores y fallos que el resto de los mortales.
Puede parecer extraño, pero a mucha gente sigue resultándoles sorprendentes las barrabasadas que hacen muchos miembros de la farándula, la realeza o la política: aquellos que, por su trabajo y exposición a los medios, forman parte del imaginario popular e incluso hasta nos resultan familiares. Y que en algunos casos hasta sirven de ejemplo y modelo para ciertas personas, que no encuentran otro tipo de líderes por ningún lado.
Por supuesto, para estas alturas del partido ya deberíamos de saber que el ser famoso no anula la muy humana propensión a meter la pata. Digo, ejemplos tenemos de sobra: los videos (¡Y las películas, Dios mío!) de Paris Hilton, los desfiguros de Linday Lohan, los malos gustos de Carlos de Inglaterra, Wynona Rider robando cosas en las tiendas… la lista resulta interminable. Pese a ello, las masas siguen teniendo la noción de que quienes aparecen en el cine, la televisión o ciertas revistas están más allá de las deficiencias que padecemos los anónimos. Aunque, como decíamos, la realidad desmiente una y otra vez tan equívoca creencia. De hecho, pareciera que los famosos tienden a cometer peores errores que el común de los mortales.
El ejemplo más reciente es el de O. J. Simpson, quien fuera un atleta sobresaliente como corredor en la NFL; y luego de retirarse del deporte, siguió en la presencia pública apareciendo en comerciales de televisión y papeles menores como actor en películas muy menores.
Su vida personal, luego lo supimos, era tormentosa. Ello desembocó en el asesinato de su exmujer y un amigo de ésta, hace 14 años. Que O. J. era culpable creo que resulta bastante evidente, pese a que fue absuelto en un juicio sumamente publicitado. Tanto así que perdió el juicio civil por esas muertes, y fue condenado a pagar grandes sumas de dinero a los parientes de las víctimas. Ello lo condujo, finalmente, a cometer una soberana tontería que lo puso tras las rejas.
O. J. irrumpió pistola en mano, con unos cachanchanes, en el cuarto de hotel de Las Vegas donde había algunos recuerdos de sus épocas deportivas; él sentía que eran suyos, y necesitaba el dinero que podría obtener de su venta. Por supuesto, eso se llama robo a mano armada y agresión, y por eso fue juzgado. Se le condenó a un mínimo de nueve años de prisión.
Alguien que al parecer tenía todo, al fin cayó en la peor de las desgracias. Una lección más de que la fama y la fortuna no necesariamente producen la felicidad.