La corrupción es un cáncer que va minando a todo el cuerpo social que lo sufre, porque a partir de focos desde donde se genera, puede irse ramificando y corrompiendo tejidos, órganos, aparatos y sistemas, del entramado de una sociedad, tal y como lo hace esa terrible enfermedad en el cuerpo de la persona que desgraciadamente lo sufre.
Podríamos decir que en su inicio se manifiesta como cáncer benigno: casi no se siente, no provoca molestias e inclusive hasta causa un cierto bienestar dado que aparentemente con seguir la serie de reglas no escritas de ese juego, las cosas funcionan con relativa eficiencia y hasta con comodidad puesto que no está sujeto a disciplinadas reglas de cumplimiento general.
El problema es que la corrupción en la medida en que va proliferando, en razón del débil combate con que se le enfrente, en esa medida va rompiendo los principios básicos del Estado de Derecho, de la justicia social y de la seguridad jurídica, a cambio de potenciar la decisión unipersonal discrecional, el autoritarismo y la cada vez más cara compra de favores y servicios.
Hoy volvemos a constatar cómo en muchos ambientes políticos mexicanos esa enfermedad social se manifiesta con toda su virulencia, encontrando la manera de continuar su mortífero sesgo gracias a la impunidad con que se permite y hasta diría que la premian.
Los famosos casos Bejarano, Montiel, Bribiesca, Pemex, Compañía de Luz y Fuerza del Centro, vienen a demostrar las componendas con las que el poder político actúa respecto de casos plenamente condenados por la opinión pública como casos de posible corrupción no atacada de frente por las autoridades correspondientes como parte de esa manera de manejar la impunidad contra esta lacra social.
Por supuesto que no es de desear el imperio de la venganza, de las cacerías de brujas o de la utilización de métodos inmorales para la detección de actos de corrupción, con vistas a conseguir efectos espectaculares contra funcionarios y empresarios coluditos en reales o aparentes actos de corrupción, que en estos momentos preelectorales puedan significar ataques al adversario partidista. Pero tampoco se debe de seguir alentando el solapamiento cómplice a acciones corruptas.
No podemos ser ingenuos y olvidar que durante muchos años se repitió estúpidamente aquello de que la “corrupción somos todos”, como se decía cínicamente modificando un slogan de campaña. Y que precisamente en base a ese solapamiento de conductas y formas de actuación corruptas y cínicas se ha llegado a una crisis económica y ética que desgraciadamente ha impedido la potenciación de nuestra patria hacia estadios que le corresponderían por su riqueza natural y humana.
Los mexicanos no somos corruptos por naturaleza como algún cínico hizo hacer creer hace unos cuantos lustros. Fue la impunidad con la que el sistema premió a quien se mostrase sumiso con dicho sistema político, el que incubó en el siglo XX el cáncer que hoy nos corroe.