Creo que nuestro país está experimentando un cambio de actitud frente a sí mismo y a su posición dentro del concierto de naciones. Se trata de una evolución psicológica.
Ha pasado el ímpetu juvenil que caracterizó a México durante la primera parte del Siglo XX en que creíamos ser capaces de vencer todo reto y transformarnos en una sociedad modelo para todo el mundo. Proclamamos la Constitución de 1917 como la más avanzada y anunciamos reformas en todos los órdenes empezando por la agraria y, lanzamos con entregada pasión, los misioneros de la educación a todas las comunidades del país. Los murales en los edificios públicos inmortalizaron el esfuerzo.
En el campo educativo que emprendimos al terminar la fase violenta de la Revolución de 1910, así como también en la organización de nuestras fuerzas productivas, los programas se usaron como palanca política, lo que retrasó nuestra evolución económica y social.
Faltó proteger los programas contra el crudo aprovechamiento de intereses personales. El tiempo iría revelando la pérdida de rumbo en términos de objetivos abandonados, la repetida destrucción de instituciones y su reemplazo con otras que también perecerían en desvíos y corrupción. En lugar de tenacidad en el propósito, constancia en la estrategia y vigilancia y mejoramiento en métodos, se cayó en ciclos de desprestigio y cierres de organismos para luego comenzar de nuevo.
Educación y agricultura fueron los dos grandes pilares de la revolución triunfante. Pronto sucumbieron a la realidad de una miopía generalizada. Se perdieron oportunidades y la industrialización, sin cimientos socioeconómicos firmes, resultó un proceso desvinculado y sin contar con la concepción de una política que la orientara.
Mientras se perdían posibilidades para desarrollar una estructura económica maestra en la que fluyeran las actividades socioeconómicas en un devenir continuo, desde el campo hacia las manufacturas y los servicios, pasando por las agroindustrias, se operaba una recomposición de nuestra población. Al abandonarse un campo empobrecido aparece la migración a las grandes ciudades donde oleadas de jóvenes, funcionalmente iletrados en su mayoría, desconectados de sus raíces, buscan afuera horizontes de empleo y modelos de comportamiento ajenos a los valores nacionales.
Durante todo este proceso del mundo exterior no se detuvieron. Ahora sentimos la presión por todas partes y desde todos los ángulos. Necesitamos recuperar el tiempo perdido para incorporarnos al ritmo de la evolución mundial. Nuestra respuesta se requiere pronta y acertada. Conscientes de nuestras insuficiencias, nos hemos vuelto más cautos y más maduros en la formulación de los objetivos nacionales.
Ya están identificadas las reformas que hay que emprender con valentía, rompiendo inercias y tabúes en materias como la energética, la laboral, la fiscal y la judicial.
Nuestra actitud está cambiando. Atrás han quedado los alardes. Ahora entendemos mejor nuestra realidad y conociendo nuestras limitaciones y deficiencias, sabemos que hay que dedicarnos en equipo al trabajo metódico para sacar provecho de nuestras muchas ventajas: desarrollar nuestros recursos naturales, profundizar vocaciones.
Se trata de reemprender los procesos fundamentales con visión al futuro de mediano y largo plazo que, ahora reconocemos, nunca debimos interrumpir.
Coyoacán, Febrero de 2008.