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Femenino-Masculino

A la ciudadanía

Magdalena Briones Navarro

Las grandes Diosas-Madre de la Antigüedad, creadoras, conservadoras y receptoras amorosas de la muerte de su creación, representan el reciclamiento natural, completo y perenne de muerte y resurrección. La imagen más cercana a la madre natural y su divinización fue desde los primeros tiempos humanos la Tierra.

El hombre percibió y se ubicó dentro de la realidad objetiva aunque la proyectara mística. Luego, en algunas culturas, causa y efecto de todo acontecer se representó por una divinidad dual, femenina-masculina: en China, y antiguas culturas mesoamericanas entre otras. Finalmente las Diosas-Madre fueron desbancadas por deidades masculinas reflejo de un empoderamiento del hombre-guerrero, que los cambios sociales subsiguientes propiciaron. Sin embargo, la madre natural, biológica y socialmente ha sido insustituible. Lo biológico es obvio, pero la importancia de lo segundo no ha sido suficientemente aquilatada a pesar de que implica la negación de lo femenino en el hombre y lo masculino en la mujer. Al acentuar papeles tan diferentes y distantes viene no sólo un choque: fuerza versus sojuzgamiento y desprecio a lo fundamental amoroso femenino, incomprensión y en el mexicano sobre todo, un tránsito entre el paraíso y la continua hostilidad, inseguridad y envidia del posterior.

Veamos: el mundo del infante es él y su madre. En este mundo aprende a ser amado y a amar, a dar y recibir en un ambiente cálido que permite la transmisión de todos los mensajes con la fluidez de la luz en el espacio.

Este dar y tomar relacionalmente irresistible, se convierte con la intromisión privilegiada y privilegiante del mundo masculino machista poderoso en un “te quito todo lo que pueda y te soslayo y esclavizo”, extensible a otros hombres débiles o debilitados por la misma visión de explotación y dominio sostenida generacionalmente por eras.

Volviendo al mexicano: la Conquista, donde perdió patria, costumbres, dioses, lenguaje, donde sus mujeres fueron usadas y despreciadas lo mismo que sus retoños mestizos, no ha podido propiciar su plena identidad, porque el mexicano en la generalidad de los casos sigue siendo el mestizo depauperado, sin seguridad de justicia, salud y educación. El buen Gobierno sigue siendo para los colonizadores, aunque hoy devengan de distintos imperios y campos de poder.

El mexicano, mestizo o no, que se cuela en el poder, oprime igual o con mayor saña a sus congéneres, haciendo obvia su inicial inseguridad y pobreza interior.

La mujer sigue en segundos o últimos planos: trabaja más, gana menos, asegura –salvo disturbios hormonales o extrema desesperación por pobreza– la nacencia, supervivencia y atención devota de sus pequeños hijos, con la ayuda o sin ella del hombre que los engendra. Dado a que hasta hace muy poco era mal visto que la mujer se educara, menos profesionalmente, aguantaba no sólo privaciones de todo tipo, pero sobre todo de consideración y respeto; asumiendo el papel heroico de la abnegación único que quizá en algo le adorna ante lo masculino: esposo o hijo.

Hoy, el panorama parece estar cambiando para algunas: ya existen muchas profesionistas, pero las oportunidades son escasas para la población en su conjunto. Sólo que, quien sale de la Universidad, escuelas técnicas u obtiene algún oficio, no lo hace a un mundo equilibrado, sino al desequilibrado mundo machista y para colmo aberrantemente capitalista. ¿Con qué armas puede, ya no campear, sino obtener un lugar en tales espacios?

Es de temer que su incorporación a tales, exijan de ella y los aplique, los agresivos y corrompidos modos a que ha llegado la vida masculina. Si lo femenino, no sólo de las mujeres, en lugar de aportar sus propias cualidades al sistema se adapta al que ya está, logrará y quizá ya esté logrando, el enriquecimiento de dicha configuración socio-política-económica, si para lograr méritos exagera los vicios que señorean, recrudecerá la polarización de los masculino agresivo.

Mientras el hombre no acepte su femenino, lo cultive y lo ejerza, mientras tema ser “mandilón” por tal causa, permanecerá incompleto; sólo imagine qué grado de “mandilonería” tendría Cristo: el más dulce, amoroso y comprensivo revolucionario y valiente de todos quienes han sido.

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