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Filosofiquísimas disquisiciones sobre la perfección

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Hace ocho días, en un épico partido de volteretas y no apto para cardiacos (¡Dios mío, qué original vengo en el 2008!), el equipo de futbol americano Patriotas de Nueva Inglaterra derrotó a los Gigantes de Nueva York. Fue su decimosexta victoria en dieciséis juegos de temporada regular. Por primera vez en la historia, un equipo de la NFL termina invicto una campaña de dieciséis juegos. El único antecedente semejante en los últimos sesenta años fue la temporada impecable de los Delfines de Miami en 1972, cuando ganaron los catorce juegos que entonces componían el calendario.

Un servidor lleva más de siete lustros siguiendo y amando el futbol americano. A lo largo de todos esos años, y con la consecuente pérdida de cabello, he visto equipos realmente imponentes: los Acereros de Pittsburgh de los setenta, los 49rs de San Francisco de los ochenta, los Vaqueros de Dallas de principios y los Broncos de Denver de finales de los noventa. Pero nada que se les parezca a estos Patriotas. Aunque me caen como patada en el estómago, con su entrenador que parece vestido en tianguis sabatino y un mariscal de campo que sonríe de ladito como proxeneta, tengo que admitirlo: estamos viendo, como dirían los chavos, otro rollo. Los Pats tienen una capacidad formidable para hacer de cualquiera de sus jugadores un arma letal, tanto a la ofensiva como a la defensiva. Desde hace cinco meses nadie ha sabido armar un plan de juego que se sostenga los cuatro cuartos de un partido para vencerlos (Acereros les aguantó dos, ¡bah!). Son, creo yo, el equipo más impresionante de la historia.

Pero no son perfectos.

Y es que desde hace ya buen rato se empezó a hablar de la “temporada perfecta”, del “camino a la perfección”, cuando se columbraba que iban a terminar invictos. Y ahí está el quid del asunto. En lo personal me desconcierta la forma tan desenfadada con que se habla de lo perfecto, especialmente en un mundo tan imperfecto como en el que vivimos.

Por supuesto, el mundo del deporte se presta especialmente para esas hipérboles. Así, un pitcher tiene un “juego perfecto” cuando lanza nueve entradas sin permitir hit ni carrera, sin dar base por bolas, y sin que los burros que lo acompañan (y él mismo) cometan error alguno. Como lo demuestran las estadísticas, un logro semejante es garbanzo de a libra, un mirlo blanco: menos de veinte lanzadores han conseguido esa hazaña en Grandes Ligas en más de un siglo. Pero el lograrla, ¿es sinónimo de perfección?

Los más… er… veteranos de mis lectores recordarán el revuelo que se armó en 1976 durante las Olimpiadas de Montreal, cuando la niña prodigio de la gimnasia rumana Nadia Comaneci logró calificaciones de 10 (o sea, sin ningún error o falla perceptibles por los jueces) en algunas de sus rutinas en las barras asimétricas o algún otro aparatejo extraño donde chiquillas musculosas dan vueltas como rehilete que engaña la vista al girar. La portada de la revista TIME de esos días la mostraba sobre una barra fija (o algún otro aparatejo etcétera) con el título: “She’s perfect!” Al parecer el mundo estuvo de acuerdo con la apreciación. Pero de nuevo, ¿existe la perfección en cualquier empresa humana, así sea ésta hacer ruedas-de-carro y echar maromas en una viga de equilibrio?

Llama la atención que en el mundo del futbol soccer nadie habla de perfección. Quizá sea por que al jugarse con los pies, y sabiendo que el deporte se halla en manos de mafiosos tanto a niveles locales como global, al parecer nadie se hace muchas ilusiones al respecto. Nunca he oído hablar de un juego perfecto, un gol perfecto (el de Maradona en México ‘86 dista mucho de serlo; los últimos dos defensas ingleses sí que eran unos perfectos bestias) o un equipo perfecto. ¿Quién o cómo se puede juzgar algo así? Si me tientan, demonios, diría que lo más cercano a la perfección fue el equipo brasileño de México ‘70, el de Jairzinho, Pelé, Tostao, Gerson, Rivelino, Clodoaldo… ¡uf! Ese equipazo ganó todos sus juegos, anotando 19 goles y recibiendo sólo siete. El problema es que una de esas anotaciones en contra fue en la final contra Italia, por una chambonada en la defensa carioca que haría enrojecer de vergüenza a la zaga de cualquier equipo llanero. Sí, eran brillantes. No, no eran perfectos.

Y ya no hablemos de otros ámbitos en donde la apreciación se vuelve todavía más subjetiva. Si no mal recuerdo (y sería por esnobismo o por lo que gusten y manden), a la mitad de los varones que acudieron al cine a apreciar las curvas y peraltes de Bo Derek en la película de culto “10: la mujer perfecta” (“10”, 1979), les encantaba encontrarle peros a la chamaca: o le faltaba cadera, o las trencitas les daban asco, o hallaban imposible considerar perfecta a quien se metiera con Dudley Moore. Lo indiscutible es que la susodicha era la rubia tonta más tonta de la historia del cine. Sí, ya sé que para muchos una rubia tonta (y tan bien hechecita, además) es la mujer perfecta. Pero seamos serios…

Argumentos para descalificar el adjetivo “perfecto”, incluso en lo deportivo, abundan. La racha de los Patriotas estuvo a un tris de ser cortada varias veces: en el último mes, ganaron tres partidos por sólo tres puntos en cada uno, y en un par de ocasiones la ejecución de las jugadas fue sencillamente horrenda. El juego perfecto de un pitcher siempre (¡siempre!) va acompañado del atrapadón milagroso de un compañero en los jardines. Y si uno ve las rutinas gimnásticas en cámara lenta y poniéndose sangrón, estoy seguro que encontrará mínimas fallas en los ejercicios. Podríamos decir que la perfección, como el arte y las noticias, se encuentra en el ojo de quien la percibe.

Pero ¿cuál es el problema de hablar de perfección? Yo encuentro dos muy importantes y perturbadores:

El primero es que la búsqueda de la sociedad perfecta, de la Utopía, fue causante de muerte, miseria y dolor a raudales durante el siglo en que nacimos. La historia demuestra que cuando uno dice estar construyendo la perfección (y tiene el poder), ello sirve de excusa para excesos y abusos sin cuento. Como el socialismo soviético iba en pos de la sociedad perfecta, se podía arrogar el derecho de ejecutar a quienes interfirieran con tan noble objetivo: millones de desgraciados terminaron en el Gulag o con el muy soviético tiro en la nuca por andar estorbando en la marcha a la Utopía. Dado que el nazismo le iba a devolver a Alemania su prístina “pureza”, se valía exterminar a judíos, gitanos, niños mongolitos y otros elementos “impuros”. La lista sigue y sigue. Por eso cuando oigo hablar de perfección, se me enchina el cuero (no se me encuera el chino).

El segundo problema es axiológico: ¿de qué estamos hablando cuando empleamos con tanto desenfado la palabra “perfecto”? Siendo los humanos como somos inherentemente imperfectos, ¿se vale aplicar el término a cualquier cosa creada por nosotros? A los grandes teólogos y filósofos se les caería el pelo si oyeran lo fácil que se usa el término hoy en día.

Con otra: que en una cultura básicamente mediocre, entronizar algo como perfecto desbalancea todavía más el sistema valoral, que no anda muy equilibrado que digamos. ¿Qué le estamos diciendo a nuestros jóvenes cuando catalogamos de “perfecto” un acto humano? ¿Cuáles serán sus estándares si los rebajamos de tan simplona manera? O por otro lado, si de por sí nuestra sociedad es más bien neurótica, al hablar de perfección ¿no contribuye ello a la neurosis, al promover la búsqueda de lo inexistente, de lo inasible?

Así pues, piénsenla antes de exclamar: “¡Estás perfecta!” Sí, incluso si se trata de su mujer, luego de dos horas de estarse arreglando para salir. Y recen porque pierda Nueva Inglaterra. Contra quien sea.

Consejo no pedido para reconocer que todo por servir se acaba: Por pura nostalgia vea la ya citada “10”; y compare la estética y gustos de entonces con los actuales. Para que vea cómo pasa el tiempo. Provecho.

PD: Aún quedan algunos ejemplares de “XX: historia ligera de un siglo pesado”. ¡Aproveche antes de que se agoten!

Correo:

anakin.amparan@yahoo.com.mx

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