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Fue horrible, fue horrible...

Hora cero

Roberto Orozco Melo

Siempre resulta grato dar un paseo dominical por la entrañable Plaza de San Francisco, ya que a pesar del tiempo y de los experimentos innovadores de que ha sido víctima a lo largo del tiempo, este parque ecuménico católico y bautista provoca un saborcillo triste definido como nostalgia, que tanto placía a don Artemio de Valle Arizpe, a don José García Rodríguez, al abogado Miguel Alessio Robles, al literato José García de Letona y a tantos hombres de vivir, saber, escribir y contar que fueron protagonistas de una hermosa vida estudiantil en las aulas y corredores del viejo Ateneo Fuente; para ellos, sin duda, la más hermosa de todas las vidas, sí es cierto que los humanos podemos vivir varias existencias conforme crezcamos en años, sensibilidad, capacidad y aptitudes.

Voy a la plaza de San Pancho en día domingo y me siento en una de sus bancas a contemplar el tráfago de quienes ocurren a las misas y a los oficios bautistas. Veo a señores solemnes y condescendientes, que asean y lustran su calzado en las boleras ubicadas frente a la calle de don Victoriano Cepeda; observo a los chiquillos que se desprenden de la mano protectora de sus padres para correr y detenerse frente al puesto de periódicos y revistas; y atisbo a jóvenes parejas saliendo felices de las iglesias, relajados, a comprar en los puestos una limonada que beben con deleite, mientras yo practico el inocuo deporte de fisgar sin mirar, a entreoír sin entender y de sonreír sin retozo.

Ahí encontré ¡cómo no! al odioso amigo a quien nombro el “filósofo de la plaza San Francisco” sólo para ocultar su identidad y resguardarlo del cuestionamiento banal de la gente. No siempre está por ahí, a la vista: vanidoso dice que se da a deseo para oler a poleo; pero luego aparece y eso sucedió este séptimo día que les reseño. Distraído como estaba quien escribe, no percibí su proximidad física, hasta escuchar su autoritaria y desgarrada voz:

–¿Se cayó de la cama, decrépito gacetillero?.. benditos ojos que lo ven por este parque de los pobres. ¿Qué vino a buscar por acá?..

–No a usted, francamente ― respondí enfadado ― pero ya que se hizo presente haga favor de saludar con respeto antes de inconar mi víscera hepática con sus ingratas puyas...

Se hizo el ofendido, pero no dejó su asiento, ignoró mi disgusto y empezó a cuestionarme sobre si ya había leído algún libro difundido por la Internet. Le dije que no y agregué que jamás lo haría, ni siquiera en sueños. Considero tal novedad una traición al arte tipográfico de Juan Gutenberg; y el solo pensamiento de leer en monitor los grandes textos escritos e impresos en papel me parece una infidencia, así que le pedí no mencionar más esa audacia cibernética.

Pero él contraatacó: “Ya me gustaba usted para eso, retrógrado. Le va a molestar lo que va a oír, pero ni modo: A ver si busca otra chambita porque los libros y los periódicos tienen contados sus días. Si quiere saber algo de actualidad tendrá que encender la televisión, la computadora o el celular para enterarse del chismorreo político que tanto le gusta. Pronto tendrá que oír los noticiarios por la radio o los verá por televisión. ¡No habrá de otra!”...

Con seriedad digna de mejor causa despedí a mi amigo, pues me habían encarajado sus extralógicas predicciones y enfilé rumbo a mi casa. Era domingo, día de reunión familiar, cabrito asado y otra diversificada gastronomía. Pequé de gula y luego dormí, pero no disfruté mi acostumbrada siesta parreña: indigestado soñé las peores pesadillas que victiman a quienes duermen de día: No vi periódicos. Fueron sustituidos por un diminuto “Teverratele” de mínima pantalla que se adquiría por un peso para sobreponerlos en anteojos normales. Bastaba un pestañeo para cambiar canal y dos para subir el volumen. El menú aparecía con sólo decir “mm” y lo leía mi odiado filósofo de la Plaza San Francisco. Los programas eran filmados en tercera dimensión extrasensorial. Todo se captaba con fidelidad: desde los pequeños placeres hasta los más profundos dolores.

Mis lágrimas humedecieron el cristal del “Teverrate”. Intenté buscar alguna tela, papel periódico, algo que devolviera la transparencia a aquel artilugio electrónico. Nada hallé, pero oí la aterrorizante voz del filósofo y lo miré cargar un monitor de PC de 120 pulgadas que dejaba caer sobre mi cuerpo. Dos ademanes mágicos bastaron para encenderlo y sintonizar el programa informativo de Joaquín López Dóriga. Autoritaria y desmesurada su voz regañaba las noticias. Imposible no oírlo. Sudoroso y exaltado recuperé la conciencia y huí de la cama.

En el patio los nietos jugaban, conversaban mi esposa y mis tres hijas, mis hijos varones y un yerno sostenían un duelo de dominó. Alguien me acercó una taza de café. Poco a poco me instalé en la realidad. Discretamente me advirtió mi esposa: “Quítate uno de los dos anteojos que traes puestos. Te ves muy mal”... Esa tarde bebí tres tazas de infusión de tila, dormí como bendito y me animé a contar esta espantosa experiencia cibernética: Como diría el nuevo monje loco de la Tv: “Fue horrible, fue horrible”.

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