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‘Garganta Profunda’

Gilberto Serna

La pregunta que por muchos años preocupó a los politólogos, es: ¿Qué tan ético resulta darle la espalda al amigo que te favoreció con un cargo, dejándote en la nómina, aunque no cumplió con las expectativas de lo que creías merecer?; cabe anotar, que el asunto puso a un presidente en la calle, ante el dilema de dimitir o enfrentar un juicio político envuelto en el escándalo. Contemos la historia, tal como la conocimos y dejemos que los estudiosos del tema saquen sus propias conclusiones. Era junio de 1972, en los Estados Unidos de América hervían, como el agua al fuego en un jarro de frijoles, la pasión de los hombres, unos por quedarse 4 años más en la Casa Blanca, los otros por ocupar el lugar de los que habían terminado su primer periodo. El Partido Republicano con Richard Nixon como su abanderado, en tanto Barry Goldwater competía por el Partido Demócrata. Todo iba sobre ruedas cuando un grupo de individuos fueron sorprendidos allanando las oficinas del comité electoral de los demócratas. En un primer momento provocaron la duda de si se trataba de vulgares rateros o, como se supo después, estaban en plena faena de espionaje.

Dos reporteros al servicio del periódico The Washington Post pusieron al descubierto toda la trama. Escribieron un libro en que narraron los hechos y se hizo una película llamada Todos los Hombres del Presidente, que los hicieron mundialmente famosos. Quien los tuvo al tanto, se supo más tarde, era William Mark Felt, el número 2 de la agencia del FBI. La información que proporcionó produjo a la larga la renuncia de Nixon quien había ganado un segundo periodo. El no ocupar William el puesto principal de director en esa dependencia federal le produjo un resentimiento que se tradujo en la delación que hizo a los reporteros, sin que estos hubieran por sí mismos obtenido los datos que aquél, gracias a su posición privilegiada de subjefe del FBI, les sirvió en charola de plata. Si se hubiera tratado de un ciudadano común, hubiera sido su deber esclarecer lo que estaba pasando dentro de un régimen corrupto. No lo era, pues trabajaba en el Gobierno, cobraba en su sacrosanta nómina, teniendo como comandante en jefe a Richard Nixon, al que le debía respeto y sumisión.

¿Se puede considerar un sucio traidor que no respetó la fidelidad que estaba obligado a guardarle a su benefactor? La respuesta es si. Otra cosa sería si no hubiera aceptado el nombramiento, considerándolo poca cosa y desde la fría banca de los desocupados se dedicara a denostar lo que Nixon hacía. ¿Un hombre de honor? Este Felt, ¡quía!, si así fuera la información a que tenía acceso, por el cargo que ocupaba, la conservaría dentro del secreto que ese cargo le obligaba. O, usted que opina, ¿cualquier funcionario debe denunciar, sin renunciar a su paga, todo lo que mal haga quien funge como su superior? ¿Es un deber para cualquiera poner al público al tanto de las corruptelas en que incurra quienes ostentan el poder? Es cierto que, con el fin de limpiar el ambiente político, ¿debe dejarse de lado el agradecimiento para darle paso a la necesidad de preservar lo que es la decencia, la integridad y la honorabilidad de los puestos públicos? ¿Felt debe ser considerado un delator, desleal, renegado, pérfido, judas o es un héroe, un valiente, un arrojado, un intrépido, al sacar a airear la basura que veía a su alrededor? o, en tal caso, es sólo un tipo que se dejó arrastrar por un sentimiento de frustración incontenible que lo llevó al paroxismo de la ingratitud.

La incógnita queda despejada si advertimos que se cuidó de guardar la cara durante el tiempo en que filtraba información. Un hombre íntegro no se esconde en la oscuridad de los sótanos, donde se entrevistaba con periodistas. Un héroe, eso entiendo, se comporta de distinta manera. El proceder de Felt presume que obraba más como vulgar soplón, que teme las represalias que pudiera atraerle su comportamiento, que como un ciudadano ejemplar que quiere atajar la maldad de sus correligionarios. La pregunta que se formulaba Felt en el sentido de si hizo o no lo correcto al ayudar a uno de los periodistas, lo hubiera sido si sale a decir lo que sabe corriendo los riesgos que su chivatazo pudiera ocasionar, de otro modo si lo hizo a escondidas, no es para honrar a quien así procede. Es cierto que el Gobierno era de lo más corrupto, realizando acciones encubiertas para sabotear a sus adversarios políticos, pero también es verdad que sacar toda la podredumbre, que es lo que se supone deber hacer el FBI, del cual era subdirector, no es el procedimiento adecuado que se supone debió hacer, no tirando la piedra y escondiendo la mano. Si se convirtió en un confidente por que Nixon no lo nombró director de esa institución, no hay mérito en ello. En fin, muere, con más pena que gloria, quien durante el embrollo al que se denominó Watergate se le conoció como “Garganta Profunda”, remoquete que provino de una popular película pornográfica de los años setentas.

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