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Guerra civil fría

Jesús Silva-Herzog Márquez

No acertamos a nombrar el atasco que vivimos. Hablamos de las dificultades de un Gobierno de minoría para empujar una reforma y para salir de la maraña de vetos que componen la política nacional. Pero decir que la crisis mexicana es simplemente un aprieto en la gobernación federal es quedarse en la superficie. Hay quien entiende que nuestros problemas son como dolores de crecimiento: la democracia mexicana es una niña. No hay que exigirle demasiado. Debemos entender que camina lento y que a veces se cae. Los tropiezos del nuevo régimen parecerían por ello, molestias pasajeras de las que aprenderemos tarde o temprano. Tengo la impresión de que, más que problemas de Gobierno o problemas de régimen, estamos encerrados en una crisis histórica. La expresión se escucha grandilocuente, desbordada, borrosa: ¡crisis histórica! No creo, sin embargo, que se salga de medida. El país está detenido. Y diría que no se trata siquiera, de la incapacidad del país para moverse, sino incluso de la incapacidad para discutir su movimiento. El país lleva años administrando su atolladero. La congestión es tal que somos incapaces de palpar la realidad y ventilar racionalmente las opciones que hay a nuestro alcance. No solamente faltan reformas, falta también la ambición de reformar.

Es que dar el salto a un nuevo régimen no es cambiar de traje. No es una trivial transformación de reglas o una simple modificación de prácticas. La democratización de México le ha cambiado el cuerpo al país. El rumbo, que en el antiguo régimen era implantado desde el núcleo del poder, ahora tiene que encontrarse en la diversidad de la nación. Supone una combinación de discernimiento, imaginación, diálogo y voluntad. Palpar, inventar, hablar y desear. Penetrar la realidad para descifrar sus desafíos esenciales; formular salidas y propuestas; defenderlas en diálogo con otras ideas; impulsarlas con eficacia. Ninguno de esos elementos parece visible en el México de hoy. No están en la izquierda ni en la derecha; no están en el Gobierno ni en la Oposición; ni en los medios ni en la academia.

La única brújula que funciona en el país es la brújula de los odios. Ese instrumento de ubicación funciona perfectamente: nos permite situarnos en el mapa del México contemporáneo ubicando con velocidad al enemigo. No sabemos qué queremos, pero entendemos bien que queremos lo contrario del de enfrente. Si una propuesta surge de aquel lado será mala. Estamos norteados en todo, salvo en la certidumbre de nuestras aversiones.

Ahí está la marca definitoria de nuestro tiempo: más allá de la torpeza de un Gobierno timorato; más allá de las obsesiones de una agria oposición; más allá de las estorbosas reglas, podemos decir que el país ha vivido una guerra en los últimos años de la que aún no puede liberarse. Hablo de una guerra civil fría. Ése fue el regalo a cuatro manos que Vicente Fox y Andrés Manuel López Obrador le dieron al país como bienvenida al pluralismo. Su pleito no terminó con el primer Gobierno panista: sigue envenenando al país, marcándolo para lograr la prevalencia el rencor. Tomo la expresión de guerra civil fría del periodista polaco Adam Michnik, que así describió lo que sucedió en su país tras la llegada de ese régimen decepcionante y complejo que es la democracia.

En octubre del año pasado, el periodista pasó unas vacaciones en México. Pocos se enteraron de su paso por el país. El periodista de la antigua disidencia polaca no hizo ruido, no apareció en televisión, no se organizó ningún homenaje. Ricardo Cayuela, editor de Letras Libres, se enteró de su visita y corrió a conversar con él. Lo que dijo sobre su país (y que apareció en Internet) retumba sobre el nuestro. Michnik subraya la dificultad democrática. La desaparición del totalitarismo no supone el ingreso automático a la concordia y al progreso. No hay régimen más exigente que el sistema grisáceo del pluralismo.

La historia suele cobrarle factura a naciones con frágil tradición democrática. La convivencia en la diversidad reclama más que reglas y elecciones: exige una cierta voluntad de entendimiento. Comenta Michnik: “Si las estructuras democráticas son débiles, la lucha por el poder es brutal, primitiva, está repleta de intrigas y de calumnias. El momento actual es allí muy complejo y muy delicado para el futuro de las democracias, porque las bases de la democracia son el diálogo y el compromiso, pero también el respeto por el adversario. Si no hay ley ni derecho, se establece una guerra civil fría. Por ejemplo, que no se acepte el resultado de las elecciones es incompatible con las reglas de la democracia. El odio entre los adversarios tampoco es democrático.” ¿No es ésta una perfecta definición de nuestra circunstancia? Una democracia débil que ha sufrido el feroz embate de quienes tienen la responsabilidad de cuidarla. Una guerra civil fría: los actores políticos hablan y se comportan como si su tarea consistiera exclusivamente en detener y bloquear la causa maligna de su enemigo; y están dispuestos a hacer cualquier cosa para lograrlo. Una guerra sin armas, pero sin posibilidad alguna de entendimiento entre los contendientes.

Los efectos de la guerra no se resienten solamente en los cuarteles políticos, ahí donde se procesan las decisiones, sino en el resto de las plazas públicas, sobre todo en los sitios donde habría que discutir. De ahí la negación del debate. Si no existe debate público en el país se debe justamente al magnetismo de esta guerra sin bombas que exige soldados incondicionales. Los batallones deben descartar cualquier vacilación y proscribir el coqueteo del diálogo.

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