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Guillermo Ortiz y el PAN

Plaza pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Todo empezó con una expresión en apariencia casual, en que el presidente Felipe Calderón deseó, como podría hacerlo cualquier persona, una disminución de las tasas de interés. Tras explicar que para competir en la economía global se requiere que en México haya créditos baratos, dijo simplemente que “ojalá” –quiera Dios, que tal es el significado de ese vocablo— el Banco de México “tenga esa consideración”.

Calderón hablaba el 4 de junio ante un auditorio desprevenido, compuesto por estudiantes de bachillerato en Tehuacán, Puebla, difícilmente atentos a las vicisitudes de la economía nacional (aunque, con sus familias, no exentos de sus efectos). Calderón no se dirigía en realidad a ellos, sino al público de los medios y, en particular, al gobernador del Banco de México, Guillermo Ortiz Martínez, quien apenas días atrás había explicado que en un momento en que la inflación va al alza, difícilmente se pueden bajar las tasas de interés. En su discurso en Tehuacán Calderón, antes de hablar de menores tasas de interés. había desestimado la relación mecánica entre ese dato y la inflación, al recordar que la inflación mexicana es semejante a la de Estados Unidos mientras que el costo del crédito aquí oscila alrededor del doble de las tasas vigentes allá. El banco central, consultado por la prensa acerca de las palabras presidenciales, eligió guardar silencio.

El mismo día, desde París, el ex secretario de Hacienda y ahora director de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), José Ángel Gurría, dijo que era legítima la posición del presidente Calderón. Pero es que estaba fuera de contexto: lo que le mereció aprobación fue el diálogo que creyó abierto por el Ejecutivo en donde expresara formalmente una petición para abatir las tasas. Ignoraba que no había siquiera, al menos en público, el intento de intercambio de pareceres entre la Administración federal y el banco central, que es constitucionalmente autónomo.

Por eso las palabras de Calderón, y el obvio apoyo que cinco días más tarde recibió de sus colaboradores Agustín Carstens y Eduardo Sojo, fueron recibidos con las cejas arqueadas por quienes saben que es impertinente disminuir las tasas de interés cuando la inflación crece y puede desbordarse. Sin fisuras ni matices, los dirigentes empresariales (Enrique Castillo Sánchez Mejorada, de los banqueros; Armando Paredes, del Consejo Coordinador; Ricardo González Sada, de la Coparmex; y Héctor Rangel Domene, del Centro de estudios económicos del sector privado) se opusieron a que los intereses bajen, por el riesgo de que crezca la inflación, y en atención a la autonomía del banco central.

Este último punto fue desestimado por Carstens; es decir negó que se pretendiera vulnerar tal autonomía. Poniendo por delante el respeto a esa condición jurídica del Banco, insistió en comparar las economías de México y Estados Unidos y “sugirió” que el Banco de México “medite esa circunstancia”. Previno a los timoratos: “No hay ninguna descoordinación, simplemente es una manera diferente de ver las cosas. Esta divergencia de opinión no implica ningún riesgo para el país… Estoy seguro que el Banco de México y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público seguirán trabajando de la mano”. El subsecretario de Egresos Dionisio Pérez Jácome, reiteró la creencia gubernamental de que “es válido que se expresen esas opiniones sobre lo que consideramos que es bueno para continuar con el crecimiento de la economía. Creo que una disminución de tasas genera una mayor actividad económica… y por lo tanto un mayor crecimiento”.

A todo ello el gobernador Ortiz Martínez ni se inmuta. Hasta ayer jueves ni siquiera había considerado necesaria una respuesta formal a los deseos y razonamientos del Gobierno. No sabemos si se siente presionado por aquellas expresiones públicas y ha preferido no alimentar una polémica estéril.

Está lejos de plantearse un conflicto entre la banca central y las autoridades federales. Lo impide el estatuto jurídico del banco, autónomo desde 1994, y con una función predominante: “procurar el mantenimiento del poder adquisitivo de la moneda nacional”. Digno hijo del banco que ahora gobierna, Ortiz podría repetir la sentencia del legendario Rodrigo Gómez: “si la disyuntiva fuera entre progresar velozmente y tener una moneda estable, no habría duda sobre la elección”.

Aun si se hiciera de modo formal una solicitud que no pudiera satisfacer, Ortiz Martínez no entraría en conflicto con el Gobierno panista. Ha tenido una experiencia con ese partido en que la paciencia lo hizo salir avante de un problema grave. Eso ocurrió cuando en 1998 se aprobó la Ley para la Protección del Ahorro Bancario, que creó el Instituto correspondiente, el IPAB, en reemplazo del Fobaproa. Para sumar sus votos a los del PRI en el Congreso, los legisladores panistas demandaron que ninguna persona involucrada en el rescate bancario tuviera funciones de dirección en el nuevo sistema. Ortiz estaba en tránsito de la Secretaría de Hacienda al Banco de México; en cualquiera de los dos cargos lo alcanzaba el veto que se hizo constar en el Artículo segundo transitorio de la Ley del IPAB. Durante siete años el asiento reservado al Banco de México en la junta de Gobierno del nuevo organismo permaneció vacante. En 2004, el Gobierno de Vicente Fox reeligió a Ortiz en la gubernatura del Banco. Al año siguiente el transitorio que lo inhabilitaba fue derogado y hoy Ortiz ocupa sin problema el lugar que se le regateó.

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