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Hablar y escribir

DIÁLOGO

Yamil Darwich

La educación escolarizada en México presenta graves deficiencias en el área de comunicación. Desde primaria hasta la universidad, todos los programas, escuelas y profesores, hemos encarado el fracaso: los egresados no saben comunicarse adecuadamente en forma oral y tampoco escriben correctamente; son pocas las excepciones.

En los círculos educativos, retomamos el problema repetidamente y llegamos al mismo punto: malos resultados. Los nuevos mexicanos no están motivados lo suficiente para aprender a pronunciar correctamente su idioma; es más, el lenguaje usado, cada día está más contaminado –no enriquecido– con palabras de lenguas ajenas y lo peor, con otras inventadas por jóvenes que se niegan a utilizarlo correctamente.

En ese entorno social aparece un esfuerzo de lagunero que bien merece promoverlo. El profesor Salomón Atiyhe Estrada, ha reunido conocimientos y experiencia profesional en su texto: “El arte de hablar en público para el éxito y el liderazgo”.

El trabajo tiene un corte eminentemente académico, dedicado a exponer ideas, reglas, recomendaciones y hasta advertencias para toda ocasión en que hagamos uso de la palabra. El texto analiza los elementos de la oratoria, la expresión corporal y las actividades del orador, logrando su propósito apoyándose en recomendaciones básicas, anécdotas, ejemplos, tareas y ejercicios, transformándolo en un pequeño, pero muy práctico curso que no debemos despreciar en ninguna escuela.

Escribe: “La palabra es tan poderosa que seduce, intimida convoca, persuade y disuade las acciones y pasiones de la gente. Debemos reconocer la importancia que representa hablar en nuestro entorno público y privado”. Tiene razón.

Hoy día, el castellano es subutilizado con tan sólo unas centenas de palabras en pronunciamiento frecuente, parece ser que con la caída del romanticismo latino, el lenguaje florido y amoroso ha pasado al recuerdo de viejos y desconocimiento de jóvenes; las poesías, construidas con la riqueza de nuestro idioma, ya pocos las aprenden y casi nadie comprende; las canciones con versos bien rimados y descriptivos son cosas del pasado; incluso los insultos son más directos y vulgares. En mucho es por desconocimiento de palabras que sirven hasta para ofender con elegancia, sí así desea.

Más adelante enuncia: “Somos seres sociales por excelencia, todo lo que hacemos, lo hacemos con otras personas: organizar planear, enseñar, ofrecer servicios, aprender en la escuela o de nuestros compañeros de trabajo, vender, participar en actividades políticas, religiosas o clubes sociales... todo requiere de una buena comunicación”. Y de nuevo tiene razón.

La tradición judía enseña que Dios utilizó su alfabeto para crear al mundo; así, cuando pronunció “Hágase la luz”, dio nombre a la luminosidad que marca la diferencia entre día y noche. Igual sucedió con cada una de las cosas creadas, que a través de sonidos concretos y articulados recibieron un nombre propio, que se adaptó perfectamente a nuestro sistema nervioso central y al escucharlos, logra arrancar procesos neuronales de relevo y memoria para que en nuestra mente aparezca una imagen perfecta de lo que estamos hablando. Únicamente por eso sería trascendente el uso del lenguaje.

Para el caso del Castellano –o Español–, valdría la pena agregar que es una lengua florida, poblada de sinónimos, antónimos y muchísimos accidentes gramaticales, que nos permiten precisar ideas para enviar mensajes concretos al receptor, que ha ido enriqueciéndose –además de multiplicar parlantes– hasta llegar a ser una de las más importantes y pronunciadas del planeta Tierra.

Desde luego que también ha estado evolucionando, sumando nuevas palabras que hacen diferencias entre las sociedades que lo hablan; así, el español peninsular no es exactamente al mexicano o al argentino. Cada uno tiene sus propios vocablos para la misma idea; como ejemplo, podemos tomar a chaval, muchacho o pibe; todos definen al joven.

Hace tiempo leí un trabajo de otro defensor del idioma, Antonio Murillo, que escribió sobre el castellano y las diferencias con el inglés, terminando con un texto de pocas cuartillas que inicialmente redactó para un sobrino.

Entre otras cosas escribió: “El español es el idioma de la soberbia. Es rígido, áspero, estructurado. El mexicano es la lengua de la vanidad. Es flexible, sutil, frívolo. El español es para expresar la fe en Dios o el amor a una mujer. Puede esperar, odiar y rabiar. El mexicano, en cambio, es supersticioso y cachondo. Puede ser astuto, pero solamente sabe desear, despreciar y resentir. El uno es de lujuria y pasión mientras el otro es de picardía y calentura. El primero es el idioma del honor, la lealtad y los ideales. El segundo es de la apariencia, la amistad, el compadrazgo y las quimeras”.

Le invito a leer el texto del profesor Atyhe, espero sea analizado por muchos estudiantes de secundaria y bachillerato; ojalá lo aprovechemos como texto de consulta en las instituciones de educación superior. Con ello, daremos otro pequeño paso en la defensa de nuestro idioma. ydarwich@ual.mx

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