Hay países donde el 68 sirve para nostálgicos reencuentros de quienes trotan impetuosos hacia la tercera edad. En México todavía forcejeamos con contradicciones viejas.
Geografía e historia. Friedrich Katz, ese historiador de hablar suave y mente aguda, me comentaba algún día el papel de vanguardia jugado por la capital en la transición. Mientras Independencia, Reforma y Revolución se iniciaron en los estados del interior, los capitalinos hicieron saber, en el 68, que una parte de México ya no cabía en aquel autoritarismo presidencialista. Por supuesto que la transición ha seguido alimentándose con lo sucedido en otros estados, pero el DF sigue marcando ritmos. Aquí se difunden agravios de todo México; aquí se experimenta en la tolerancia y la pluralidad; y aquí se vive la brutalidad de la desigualdad nacional.
El miedo. El viejo régimen fue maestro en el uso de la fuerza y el castigo que luego explicaría Michel Foucault en obras clásicas. Era un México con reglas difusas que se modificaban con el gobernante en turno. Pero límites había y cuando alguien los transgredía venía, primero, la advertencia amable que crecía al parejo de la resistencia. Los hostigamientos empezaban en el coscorrón, continuaban con la golpiza y seguían escalando hasta llegar, en casos extremos, a la tortura, la desaparición y la masacre.
El 68 le dio una estocada al miedo. Algo se rompió durante aquellos meses cuando centenares de miles salieron a la calle a proclamar sus ilusiones y/o vociferar sus frustraciones. De aquellas multitudes salían las imprecaciones tachando a los funcionarios de “fascistas”, “asesinos” y “bandidos”; a la prensa de “vendida” y al presidente de “santurrón”, “buey”, “cobarde”, “chango hocicón”, “gusano” y “bestia”. Díaz Ordaz mantenía la flema en público, pero en sus memorias –conocemos fragmentos por Enrique Krauze— dejaba correr la bilis: para el presidente los estudiantes eran “parásitos chupasangre”, “pedigüeños”, “cínicos”, “¡carroña!” y para no dar más rodeos unos “hijos de la chingada”.
Cuatro décadas después, y con la excepción de algunos estados, el miedo al gobernante ha sido sustituido por el terror al crimen organizado. Ahora decimos lo que pensamos aunque sirva de poco porque allá arriba se blindaron frente a las razones o a las críticas. Ellos están para defender sus intereses mientras crece la irritación y la rabia en algunos y la apatía y el desinterés en otros.
¿Balas o votos? En el 68 se expresaron dos propuestas para el cambio. En la minoritaria estaban los convencidos de que la violencia era la única vía y de ahí se nutrió la insurgencia de los años setenta. La mayoritaria estaba empeñada en demostrar que la revolución se hacía en la brega por la democracia. Uno de sus representantes más preclaros fue el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, quien no sólo protestó por la violación de la autonomía universitaria sino que encabezó una marcha de protesta.
Pero lo que conecta al movimiento del 68 con las luchas por la democracia es aquel pliego petitorio de seis puntos y, sobre todo, el ‘transitorio’ exigiendo que las seis demandas se resolvieran en un diálogo público. Las mentadas de madre fueron un desahogo catártico; la radicalidad del 68 estuvo en esa exigencia de transparencia porque en lugar de solemnidad, secreto y verdades a medias se pidió la transparencia total, absoluta, subversiva.
Hemos avanzado en el acceso a la información y la rendición de cuentas aunque, como argumentaba anteriormente, sirve de bastante poco dada la insensibilidad de quienes gobiernan. Seguimos empeñados en resolver nuestras diferencias por medios pacíficos, pero sería insensato ignorar que hay una franja relativamente importante de la población convencida que la única salida viable es la violencia revolucionaria.
La fractura al interior del aparato de seguridad. En Tlatelolco hubo una masacre el 2 de octubre y el ejército fue señalado como uno de los responsables. Dispararon contra la multitud, pero a raíz de un testimonio del entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán (hecho público por Carlos Monsiváis y Julio Scherer) sabemos que fue porque su Comandante en Jefe les tendió una trampa.
Gustavo Díaz Ordaz le ordenó a su Jefe de Estado Mayor Presidencial, el general Luis Gutiérrez Oropeza, que enviara a un grupo de guardias presidenciales a disparar contra la multitud para, de esa manera, justificar la detención de los líderes del movimiento y acabar, de ese modo, con las protestas. Aquella celada fue una de las razones que impulsaron al ejército a embarcarse en una revolución silenciosa durante la cual revisó su misión y empezó a poner obstáculos a su utilización como represores de manifestantes pacíficos. Se ha reestructurado el aparato de seguridad, pero sigue pendiente la verdad y la justicia en la tragedia de los desaparecidos. También se hace urgente adecuar el fuero militar a las reglas de un país democrático.
Por todo eso, y por mucho más, nuestro 68 no puede ser motivo para la nostalgia. Mejor utilicémoslo para calibrar lo avanzado y apreciar lo mucho que aún nos falta por avanzar.
La miscelánea
En derechos humanos la capital está aventajando, y de qué manera, a las instituciones federales. Este miércoles 7 de mayo se presenta el Diagnóstico de Derechos Humanos del Distrito Federal. El documento surge de un proceso de diálogo y compromiso entre las tres instancias del Gobierno capitalino, la Comisión de Derechos Humanos del DF, organismos civiles, y la Oficina en México del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH). El lunes 5 de mayo, Francesc Relea publicó en El País una cuidada historia sobre la decisión del Gobierno Federal de pedir la remoción de Amerigo Incalcaterra, el representante en México de la OACNUDH. ¿Su pecado? Opinar sobre temas delicados: la elección de 2006, el papel que están jugando los militares, las muertas de Juárez y el Informe de Human Rights Watch sobre la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Con esa decisión el Gobierno de Felipe Calderón retrocede en el tema y opta por el modelo cubano y chino (los dos países rechazan el escrutinio externo independiente). En el reparto, la Secretaría de Relaciones Exteriores actuó como la maquillista encargada de disimular la realidad, un papel que conoce bien porque ya justificó la represión del movimiento estudiantil de 1968 y otras violaciones a los derechos humanos. Lamentable.
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