Quizá hoy no debería escribir. Algo pasa, que no alcanzo a ubicar, que me tiene triste. Pero el compromiso debe ser cumplido y el periódico en eso no puede esperar.
Si bien el recuento del año que está por terminar es favorable, hubo en él momentos de mucha tristeza que no quiero recordar ahora.
Conforme avanza la vida, las tragedias y enfermedades se presentan con mayor frecuencia o tal vez estamos más conscientes de ellas con el paso del tiempo y por eso pesan más. Me duelen y mucho los desprendimientos de mis seres queridos. Soy egoísta, lo reconozco y quisiera que siempre estuvieran conmigo; ser yo el primero que se vaya y no el que se quede llorando su ausencia.
Pero la vida nos impone retos y hay que ver la forma de superarlos, por más que duelan y mucho, hay que seguir adelante.
¿Cómo superar la ausencia del mejor amigo? Después de una vida juntos, compartiendo alegrías y tristezas, pero juntos, ahora resulta que no está aquí.
Bien dicen que el corazón tiene razones que la razón no entiende.
Y mi razón no me da para entender ese vacío que se forma en el corazón cuando un amigo se va.
Pero no estoy aquí para contar mis tragedias, sino mis bendiciones.
Y mis bendiciones son muchas: Familia, amigos, un trabajo que me gusta y una vida a la que sólo le faltan las emociones y audacias del pasado.
Las ausencias me pesan, pero las “presencias” me alientan a seguir.
Tal vez me haga falta más fe en Dios. Aceptar que todo cuanto sucede es parte de un plan divino que no comprendemos, pero que debemos admitir.
Él sabe por qué hace las cosas y cuando la cruz es más pesada ahí está Él para ayudarnos a cargar con ella.
En algún momento del camino, perdimos esa fe con la que de niños nos acercábamos al Señor. Quizá por entonces nuestra inocencia era mucha y la fe era grande, muy grande.
¿Qué extraño de la vida? La libertad, la emoción que me brindaban las pequeñas cosas.
Nunca necesité mucho para ser feliz. Porque siempre pensé que como decía San Francisco de Asís: “Deseo poco y eso que deseo lo deseo tan poco”.
No sé cómo romper ese círculo de la nostalgia y ver para adelante. Buscar nuevas emociones, vibrar como antes con los pródromos de un viaje y regocijarse ante el regreso, porque volveríamos a ver a los amigos y la familia.
Extraño los brazos de mi madre que me recibían amorosos a mi llegada. No hay nada más cálido y gratificante que esos brazos en los que nos sentimos seguros y contentos.
Creí haber aprendido a vivir sólo el “hoy”, pero cada día que pasa me ancla más al pasado, no obstante que el “hoy” pueda ser maravilloso.
Dicen que a veces estas cosas son químicas. Que algunos elementos nos están faltando. Podría ser, pero hay ocasiones en que falta algo más.
La monotonía y la rutina siempre han sido mis grandes enemigos. Y ahora más que nunca atacan con furia, una y otra vez.
Siento que me adentro en el infierno del Dante y no sé si podré llagar al cielo. Aun así, me alienta que encontraré en él a seres queridos. Confío en que mi padre me guíe por esos laberintos y que me muestre el camino ascendente.
Nunca en mi vida fui presa más que de la pantera, porque siempre ejerció sobre mí un encanto embrujador.
No me llama la atención ni me atrae el dinero o el poder, sólo aquello que produce placer. Pero hasta eso le va quitando uno la vida, porque como dijera Roberto Carlos: “Todo lo que me gusta es ilegal, inmoral o engorda”.
Quizá este no sea un buen día para escribir, pero el periódico no admite disculpas, ni sabe de tristezas o de nostalgias.
Y no me siento en ánimo de escribir sobre los grandes temas nacionales. Disculparán está digresión, pero yo acostumbro compartir con mis lectores todo tipo de estados de ánimo. Hoy no es un buen día. Ya vendrán otros, que espero sean venturosos.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano”.
