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Herejía y escándalo

Jesús Silva-Herzog Márquez

La Iglesia Católica entiende los usos de lo que le repugna. Por eso reconocen sus textos sagrados la necesidad de que haya herejías. El infiel desafía a la comunidad, la pone a prueba y permite, según su cuento, el triunfo de la fe. Para la Iglesia el hereje peca al negar lo que debe ser creído. Por ello merece castigo. El hereje es un loco que piensa y vive como si no existiera Dios ni hubiera infierno. Pero de esa necedad emergen bienes valiosísimos. En La ciudad de Dios, Agustín de Hipona escribe: “Hay muchos puntos tocantes a la fe católica que, al ser puestos sobre el tapete por la astuta inquietud de los herejes, para poder hacerles frente son considerados con más detenimiento, entendidos con más claridad y predicados con más insistencia. Y así, la cuestión suscitada por el adversario brinda la ocasión para aprender.” Resulta así que el “error” tiene sus provechos: ayuda al esclarecimiento de la verdad y pone a prueba la virtud. Los malos nos son útiles, dice San Agustín. Su desafío nos fortifica.

No es que el error esconda verdades antes ignoradas o que alumbre algún nuevo conocimiento. Los servicios de la herejía son otros y muy distintos a los que aprecia el liberal en el debate pluralista. La herejía lanza pruebas al temple del creyente y colabora para reforzar lo ya sabido. Por ello no puede haber tolerancia de esa locura: combate tenaz para que no se extienda. Tras la prueba, la fe saldrá tonificada.

Oportet et haereses esse: es necesario que haya herejes. Lo mismo podríamos decir de los escándalos: Oportet et scandalum esse: conviene que haya escándalo. Como la herejía es impugnación que vigoriza, el escándalo es prueba de salud para cualquier régimen político. Desde su origen la palabra alude a un brinco inesperado e ingrato, al brote súbito de algo desagradable. Lo que salta a la vista es el tropiezo de otro: ante los ojos de todos, quien creíamos virtuoso ha caído en una trampa. El escándalo es una transgresión indignante que surge al desaparecer su ocultamiento. Pone a prueba, por ello, a un abanico de actores públicos y, en el fondo, a todo un régimen político. La emergencia del escándalo pone a un sujeto en el fogón de la ofendida opinión. Sometido al imperio de los reflectores, cada uno de sus movimientos presentes y pasados es examinado con atención. Papeles, grabaciones, imágenes, palabras dichas bajo la protección del secreto, son expuestas públicamente. El resto de los actores se ve obligado a tomar posición para defender al defenestrado o para exigirle cuentas y llamar al castigo. Los medios están igualmente a prueba: pueden ayudar al esclarecimiento de los hechos y aportar explicaciones que ubiquen el contexto y la magnitud de lo escandaloso. O pueden aportar alimento a la rabia. Los que observan son, de la mismam manera, sometidos a prueba. Pueden exigir justicia o linchamiento; pueden registrar los hechos en su memoria o desprenderse de ellos con un olvido apresurado.

No hay régimen político que esté libre de escándalos. En los regímenes cerrados, los escándalos sirven para fundar una purga. El dictador hace revelaciones que exhiben la traición de algún subordinado, agita la indignación colectiva para después arrojarlo por la ventana. Tras motivar el apetito de escarmiento, condena fulminantemente al traidor. Pero el poder es capaz de mantener ocultas muchas cosas indignantes. Se sospecha los malos manejos, se intuye y se huele la corrupción, pero es imposible documentarla y exhibirla públicamente sin el permiso del mandamás. En la política abierta todos podrían tener capacidad para destapar un escándalo y todos podrían conocerlo. Un adversario, un periodista, un subalterno, un ciudadano cualquiera podría divulgar hechos que susciten una irritación generalizada. Ahí comienza la prueba democrática: ¿qué sucede tras la revelación? ¿Cómo actúan los agentes del poder? ¿Qué efecto tiene el develamiento?

La política norteamericana nos ha ofrecido recientemente una serie de escándalos que nos hacen recordar que su estructura de poder está muy lejos de ser un jardín de virtudes. Escándalos sexuales protagonizados por cruzados de los valores familiares; descarada corrupción por parte de un paladín de la moralización. Pero lo importante es que cada hecho escandaloso tiene efectos políticos inmediatos. El homófobo senador que frecuentaba el baño de un aeropuerto para sus placeres anónimos renunció poco tiempo después de que se hicieran públicas sus costumbres. El alcalde en guerra contra la prostitución se vio obligado a dimitr tras descubrirse su hipocresía. Y ahora un gobernador que organizaba la subasta de un puesto público es detenido drásticamente por el Gobierno Federal. Los escándalos no serán muy edificantes, pero pueden resultar ejemplares. En cada uno de ellos, la malla del poder ha reaccionado, las instituciones políticas han demostrado cierta agilidad para dar respuesta a la indignación colectiva.

El contraste con nuestra política no podría ser mayor. Es cierto que ha crecido nuestra capacidad para conocer. La publicidad ha ganado terreno, reduciéndose significativamente los refugios del secreto. El problema es que, tras la revelación del escándalo parece seguir el silencio, la inacción, la ausencia de consecuencias. Así, la publicidad incrementa la frustración y consagra el cinismo. Conocemos, pero no pasa nada. Los abusivos son descubiertos y exhibidos con las manos en la masa y no pasa nada. Ya saben que el escándalo es un vendaval que hay que resistir con paciencia, ya vendrá el siguiente escándalo que dejará al escándalo previo en el olvido.

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