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Huesos del pasado

El comentario de hoy

Francisco Amparán

En los últimos veinte años, la investigación genética ha dado enormes saltos tanto en cuanto a conocimientos puros en el campo, como a sus técnicas y procedimientos, cada vez más sofisticados y abarcadores.

Sin duda la manifestación más conocida de esos avances tiene que ver con la identificación mediante el ADN, la huella digital genética que se encuentra en todas las células de nuestro cuerpo… aunque sólo pueda ser recuperada de ciertos tejidos, en ciertas condiciones.

Así, vemos en ciertas series de televisión que es posible determinar la identidad de un asesino por el pelo de la ceja que dejó en la cajuela de automóvil mientras empacaba a su víctima. O bien, que algunos presuntos herederos logran demostrar, con pruebas genéticas, que efectivamente fueron balas perdidas de algún aristócrata, y por lo tanto del testamento del noble difunto les tocan el castillo y los sabuesos para la cacería de la zorra.

En la vida real, probar o disprobar identidades suele ser mucho más azaroso y lento que en la ficción televisiva. Y los resultados, ahí sí como en la ficción, no siempre satisfacen a todo el mundo. Para muestra, dos botones aparecidos los últimos días:

Cuando murió el poeta alemán Federico Schiller (sí, el del “Himno a la Alegría”), era tan pobre (algo nada raro, sabiendo a qué se dedicaba) que fue enterrado en la fosa común. Luego de algunos años, el alcalde ordenó desenterrar las osamentas que ahí descansaban y, a ojo de buen cubero, escogió una calavera que según él había pertenecido al malogrado poeta romántico. No sólo eso: se la regaló al gran autor Wolfgang Goethe, el cual efectivamente la conservó, no sé si como cenicero, pisapapeles o realista decoración de Halloween.

Pero claro, no faltó quién cuestionara el origen del cráneo. De manera tal que al rato apareció otra calavera que se decía que ésa sí había pertenecido a Schiller. La disputa duró décadas… hasta que se llegó a una sabia decisión: que el ADN determinara quién tenía la razón.

El problema fue que, de acuerdo a las pruebas, ninguno de los dos cráneos tuvo nada que ver con Schiller… así que ahora sí que se quedaron sin Juan y sin las gallinas.

Mientras tanto, en Massachusetts, pruebas genéticas realizadas a algunos maltratados huesos hallados en un bosque de los Urales demostraron que pertenecían a Alexei y María, hijos de Nicolás II, el último zar de Rusia, quien fuera fusilado por esos rumbos con toda su familia en 1918. La cuestión es que en 1991 se habían localizado varios cadáveres… pero faltaban los del príncipe y de una de las princesas. Lo cual, claro, desató los típicos rumores de supervivencia y herederos al trono sueltos por allí. Ahora el misterio ha terminado: ninguno de los Romanov sobrevivió a su cruel destino.

Lo dicho: la identificación genética satisface a unos y a otros no. ¿Qué es más importante, la tibia realidad, o un sabroso misterio sazonado con historias de princesas fugitivas? Usted dirá, amigo lector.

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