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Jóvenes se aman con violencia

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El universal

Dos de cada tres jóvenes han pasado por un noviazgo violento.

Fuera conquista, fuera romance. Los noviazgos, más que de color de rosa, parecieran teñidos de brutalidad. Una encuesta nacional revela que dos de cada tres jóvenes han pasado por un noviazgo violento.

Parejas vemos, golpes y agresiones no sabemos. Ahora, por primera vez, tendremos una idea de lo que sucede dentro de las relaciones de noviazgo mexicanas.

El Instituto Nacional de la Juventud (INJ) está a días de revelar el contenido de una encuesta nacional que encargó al INEGI entre jóvenes de 15 a 29 años y que esboza un panorama preocupante: dos de cada tres entrevistados confesó haber vivido al menos un noviazgo violento, ya sea física, verbal o sexual.

“Detectamos que los jóvenes están teniendo relaciones violentas”, describió Priscila Vera, directora del INJ, y añadió que lo más grave es “que la violencia es tan generalizada que pocos se percatan de ella”.

Una tercera parte de los encuestados aludió a la violencia física, tendencia que va en aumento en el país. “Hay un incremento, sobre todo en los últimos cinco años, en la población de los 16 a los 24 años”, subrayó Armida Granados Rojas, coordinadora del Área de Enseñanza e Investigación de los Servicios de Investigación Psiquiátrica, de la Secretaría de Salud.

“Cuando le dije que ya no quería nada con él porque era demasiado déspota, me bajó a jalones del camión —dice María, de 29 años, que de los 19 a los 25 vivió un noviazgo marcado por la brutalidad—. (Me) gritaba que era una golfa, que saliera de mi vida absurda, que ese día me iba a robar y me iba a encerrar en un cuarto. Que me iba a mantener amarrada y desnuda, porque yo no podía estar sintiendo el calor ni el cariño de nadie”.

Al poco tiempo llegaron los golpes. María no pudo y no supo salirse de esa relación. Lo ocultó a sus padres y amistades.

“Lo importante aquí es cómo romper ese círculo, darles herramientas para que enfrenten esa violencia”, subraya María de la Paz López, asesora regional en materia de Género de la ONU, quien ayudó a crear el cuestionario.

El disfraz de los celos

Una insinuación, una mirada desaprobatoria, cientos de llamadas a cualquier hora. En el noviazgo la violencia se disfraza de celos, de control. Se pega, muy pocas veces a mano limpia.

“Lo clásico: tomarla por el cabello de la nuca y darle una pequeña vueltecita, muy ligera y decirle: ‘¿Qué no entiendes? No bailas, no fumas, no platicas’”, narra Luis, un hombre que luego de decenas de noviazgos agresivos recibe terapia en Neuróticos Anónimos.

Las alarmas se encienden con el surgimiento de patrones obsesivos, de dependencia. Daniela, de 23 años, con cabello chino y cuerpo en extremo delgado, reconoce que desde sus 15 años sólo ha tenido relaciones “conflictivas” y enumera síntomas:

Ansiedad (“Si me habla o no me habla, yo marco 20 mil veces hasta que conteste”), impulsividad, (“No controlo mis emociones, antes me tiro de frente al coche con tal de hacer que me escuche”), inseguridad (“No me he dado cuenta de lo que soy sola”).

Los celos, la baja autoestima, la falta de orientación. Un largo catálogo de emociones que se traducen en patrones que van “desde las restricciones de tiempo y de espacio, a no salir con ciertas personas, a ciertas horas y tener que avisar de cuáles son las actividades”, indica Granados.

Enemigo en casa

De la Paz López explica que la relación violenta en el noviazgo “está acompañada por un entorno social y cultural que lleva a que las mujeres se enganchen en ella y que los hombres la ejerzan”.

Las madres que insisten en continuar un noviazgo “porque es un buen partido”, las amistades que recomiendan aguantar y una sociedad acostumbrada a la violencia, son los aliados de los noviazgos agresivos.

Datos del INJ revelan que al menos uno de cada cinco jóvenes ha vivido violencia dentro del hogar, que la llevan a sus relaciones y se completa así un círculo perverso.

“Olga”, una mujer que golpeaba a sus parejas, confirma la regla: “Sí me daba cuenta que había violencia, pero no sabía yo que había otra forma de vida, yo lo viví en mi casa”.

El problema es, pues, salir de lo aprendido y ahí está el reto para la autoridad. Para ello había que tener un diagnóstico y hacer visible este fenómeno.

A María le tomó dos años, una hospitalización y una anorexia denunciar. Lo hizo en Periférico, tras una golpiza. “Yo nada más escuchaba a la gente que gritaba: ‘Déjala, animal, suéltala’, pero nadie ayudaba. Llegó una patrulla y se paró. Y en ese momento por fin pude abrir la boca: “Le dije este es mi ex novio, no me deja en paz, me maltrata, me pega, me viola”.

El violador nunca pisó un reclusorio o pidió perdón. Las amenazas persistieron, pero María encontró, junto a su familia, la forma de alejarse de él, pero no de las relaciones que la minimizan.

Y eso es lo normal. “Vuelves a caer, a pesar de la terapia. Es doloroso, se quedan secuelas y para toda tu vida”, dice entre sollozos.

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