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Juego de palabras

Adela Celorio

Como los números, las palabras tienen un valor que se multiplica o se divide dependiendo de las combinaciones que hagamos con ellas. Juntar por ejemplo, mañana con primaveral, es traer los olores de un jardín florido a la imaginación. La palabra en sí, es por sí sola una puerta abierta con un letrero que dice: “Pase usted”. Sonrisa y amor son palabras dulces, pero caramelo o Marta Sahagún, son empalagosas. Hay palabras malolientes como caca y asquerosas como Marín o Nacif, cínicas como Gordillo, o tan torpes que mueven a la risa como eso de que “para partirle el queso a AMLO” (Fox dixit).

Las hay falsas como monedas de siete pesos, sólo hay que oír a Gamboa Pascoe; y hay palabras como salidas de un inodoro público como las mentadas de madre que arroja el Gober de Guadalajara a la cara de quienes no piensan como él.

Fe y esperanza son sólidas columnas que sin embargo, están siendo carcomidas por palabras como violencia y delincuencia. El lenguaje se vuelve cada vez más rudo, tal parece que el bien decir que es sinónimo de bendecir, ha perdido todo prestigio.

Se ha intentado hacer noticieros positivos con sólo buenas palabras y mensajes alentadores, pero desgraciadamente no se sostienen porque somos morbosos y nos regodeamos con las malas palabras y las malas noticias. Tal vez en el fondo es una manera de sentirnos buenos aunque sólo sea por comparación. Mal-decir se ha hecho costumbre en el México revuelto de hoy, donde hasta palabras que antes eran tan dignas y confiables como maestro, hoy comienzan a evocar ignorancia e irresponsabilidad.

Lo grave es que son precisamente las palabras la materia prima con que se forma nuestra identidad. No es lo mismo crecer a la sombra de palabras como honor, dignidad, educación, música, libro, pan; que crecer escuchando palabras como corrupción, narco o secuestro.

A mí nadie me quita de la cabeza que todos los males que padecemos en este momento han comenzado con el mal-decir. Con palabras como impunidad y violencia. La palabra crea, y el maldecir crean el mal en sus diferentes modalidades: la mentira, el falso testimonio o la repetición de rumores que acaban por convertirse en realidad.

Si bien es cierto que no hay que tenerle miedo a las palabras, tampoco es cosa de perderles el respeto y salir por ahí a decir cualquier cosa pensada con el ombligo.

Sé de lo que hablo porque palabras a destiempo o fuera de lugar, me han acarreado muchos problemas. Menos mal que no soy persona pública y con el daño que me provoco a mí misma termina todo. El problema es mucho más grave cuando se trata de una persona en quien muchos tienen puesta la mirada y la fe, porque cualquier cosa que diga, influye para bien o para mal en mucha gente, como es el caso del líder populista que confundió oposición con obstrucción, quien como el pez, por su boca muere un poco cada día.

Y no quiero referirme al hábito de hablar en tabasqueño: dijistes, fuistes y vinistes… (con esa S al final que lo arruina todo) ni a su empeño en recordarnos en cada una de sus diarias sesiones mañaneras (durante su mandato como jefe de Gobierno de esta capital) “las dificultades de gobernar esta ciudá”.

No, eso no es criticable porque nadie puede negar la cruz de su parroquia. Lo inútil, lo torpe, es permitir que la bilis impregne las palabras, como aquello de: ¡Ya cállate chachalaca! que le costó nada menos que la Presidencia.

Ahora, amargado y rencoroso, el obstructor insiste en confundir, en fracturar con palabras como espurio, pelele, petrólio (sic) expulsadas directo de su hígado en estado de descomposición. El que mal piensa mal-dice, y maldecir es un bumerang que siempre regresa a quien lo arroja. adelace2@prodigy.net.mx

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