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Juegos de guerra

Hora Cero

Roberto Orozco Melo

En este triste país de ciegos tenemos aspiraciones seculares incumplidas. Periódicamente se queja la sociedad de vivir momentos de intranquilidad y delincuencia en el contexto de algunas rachas de inestabilidad económica; pero no es este motivo lo que aflige a los mexicanos, sino otro, el que nos pone en riesgo de morir acribillados entre dos opuestas fuerzas bélicas: los cuerpos de seguridad, el Ejército, el Ministerio Público y los tribunales de justicia en un lado de la cancha; en el otro la violencia anónima armada y organizada a gran escala.

Hay razones para el miedo: nunca habíamos estado tan inválidos y expuestos a la metralla que se lanza contra pobres o ricos, inocentes o culpables, aquí, allá y acullá, en cualquier parte del país, sin discriminar edades ni posiciones sociales y económica en acciones indiscriminadas, expoliadoras y crueles, casi siempre impunes.

Hace ya dos años, ante otros hechos criminales y secuestros, –“intolerables” adjetivó la más autorizada voz del país- más los consecuentes homicidios con marca de fábrica de las organizaciones criminales, el Poder Ejecutivo reaccionó, planeó, inventarió los cuerpos de seguridad de los tres niveles de Gobierno los que fueron avisados, convocados y unificados bajo un triunvirato para hacer presencia de fuerza en las ciudades y regiones más conflictivas de la República.

Imponentes hasta dar miedo, los recursos humanos y motorizados aparecieron en aquellos sitios donde se había generalizado la violencia: gente armada, paracaidistas, camiones, tanquetas, aviones de caza, de transporte, avionetas de reconocimiento y helicópteros que recorren urbes, vencen serranías, cruzan ríos, incendian sembradíos de yerbas estupefacientes y aprehenden a presuntos responsables a quienes encarcelan y luego consignan o no. ¡Golpe al narcotráfico!.. claman los medios y después ¡nada! Los nombres de los presos y presas –diría Fox– se borran en la noche del olvido y no hay seguimiento judicial a los procesos que fueron incoados. El derecho penal es de viejo una normatividad con escondidos, pero usuales portillos de escape, perdón anticipado y otros recursos procesales.

Desde los primeros meses de la actual Administración pública federal –encarnación del bien– sus instituciones formales protagonizan una guerra ciega contra los autores de dichos delitos. Los buenos contra los malos de la película, como recién los describió un leído editorialista nacional. Aumenta a diario el número de muertos en ambos lados de la cancha y a través del tiempo aparecen muchas otras víctimas inocentes: personas de cualquier edad y en los últimos días hasta un muchacho de catorce años: Fernando Martí.

¿Esto lastimó al Gobierno, a los ciudadanos, a los periodistas, a las Iglesias, a los profesores, a los preventivos municipales, a los policías federales, a los miembros del Ejército? Al preguntárselos todos exclamarían “claro que sí”, pero nadie atinó a expresar una reacción sensata, no colérica; inteligente, sensible, objetiva y puntual; sólo trapos calientes.

Se propone la pena de muerte bajo el dramatismo del hecho delictivo; pero la pena capital no es correctiva, aseguran los criminólogos; si mucho podría ser eliminatoria. ¿Pero cuántos homicidios legales está dispuesto a cometer el Estado? Por otra parte, la propuesta cadena perpetua deviene totalmente impráctica. Al optar por ella la Justicia del Estado cometería la flagrante injusticia de becar a cientos de personas non gratas para cuidarlas, alimentarlas y atenderlas por cuenta del Estado, en prisiones atestadas de sentenciados quienes por otro lado vivirán en deplorables situaciones de convivencia y ninguna de regeneración conductual.

Hay alarma en las poblaciones, la gente vive en pánico, y surgen quienes proponen abandonar el país: que los ricos saquen su dinero e inversiones de los bancos mexicanos y que todos, o quienes puedan, huyan a asilarse en los Estados Unidos, donde por cierto la compra-venta y consumo de drogas es una de las causas del problema que sufrimos en México.

Hay gente con sentido común que oye tales despropósitos, pero no los escucha y tampoco los atiende. La sociedad se cansa. Personas inocentes sufren en carne viva la supuesta guerra entre buenos y malos; y aunque surgen desaguisados como el sufrido por el niño Martí, no suelen ser frecuentes. Y es que la sociedad también sabe olvidar. Perdón, olvido y propósito de enmienda, dice la buena religión.

Pasan los días, se retoma lo cotidiano y por varias semanas se impone una calma chicha que se acerca a la normalidad. Quienes protestemos el domingo 30 contra los secuestros y la inseguridad también olvidaremos después los agravios e intentaremos rehacer la existencia comunitaria sobre la desmemoria. Es cuestión de ver hacia atrás.

Pero hay que manifestarse, pues la solución no es fácil, no es cosa de inspiración y mucho menos de transpiración y sangre en el campo de batalla. ¿No será acaso un asunto que debe dialogarse y conciliarse? Dos preguntas: ¿Cómo hace Colombia en el mismo problema? Y ¿por qué Estados Unidos no juega a las buenos y los malos en su propia casa y con sus gentes?..

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