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La calva

Gilberto Serna

Sin poder precisar la hora, imaginemos que el día del bombardeo Álvaro Uribe se hallaba plácidamente en palacio donde había sido contactado por los servicios de Inteligencia de otro país que lo había puesto al tanto del lugar donde se encontraba un campamento de rebeldes. Había que acabar con ese grupo de sedicentes ordenando a sus aviones se dispusieran a realizar la maniobra de exterminio. El único inconveniente era que estaban asentados en suelo de un país vecino. Unos momentos antes tomaba una tacita de aromático café colombiano. Nada parecía perturbar su tranquilidad. Le aseguraron que no había nada que temer “ellos” se encargarían de apaciguar el descontento que se levantaría en los países del área. Es cierto, pensaba, el espacio aéreo de mi vecino es inviolable y una acción de guerra rompe con todas las reglas de la convivencia diplomática. Lo que procedería es acudir al Gobierno ecuatoriano para que prendan a los sublevados y por la vía diplomática los ponga a disposición de Colombia. Me dicen que no hay que perder tiempo, mejor es que proceda y después “ellos” se encargarán de que se acepten mis excusas, cualesquiera que estas sean. Es ahora o nunca, le decían enfáticamente.

La mirada del presidente de Ecuador lo decía todo, el rostro avinagrado. Antes se habían hecho duras recriminaciones, uno por la supuesta protección a los rebeldes y el otro por la flagrante violación a su soberanía. Los reproches habían ido subiendo de tono. Con un florido lenguaje los presidentes asistentes a la Cumbre del Grupo de Río se reclamaban airadamente. Cerró su perorata el colombiano, señalando que los del campamento bombardeado no eran arcángeles durmiendo en pijama, eran terroristas, indicando que no hubo incursión sino que el ataque se dio desde espacio aéreo colombiano, a unos mil 800 metros de la frontera, acusando a Rafael Correa de no cooperar en la lucha contra el terrorismo. Todos excepto Correa estaban felices, diciendo que no le preocupaba la “cantinflada” de los colombianos. Sonrientes los demás presidentes aceptaron de buena gana que Chávez aprovechara el foro para cantar como ya se le hizo costumbre.

Esto no termina por más que se quisiera. No se acabó con la guerrilla entera que pretendía, según se dijo, poner en libertad a varios de los personajes que tiene retenidos. Esa negociación murió junto con los rebeldes que se encontraban en el campamento abatidos a bombazos. El destino de los rehenes ahora es incierto. La revista Semana, que circula en Bogotá, difundió el domingo pasado extractos de las cartas y documentos, que dijo el Gobierno colombiano se encontró en un computador portátil, aparentemente hallado en el campamento en que tuvo lugar la masacre donde pereció Raúl Reyes, jefe de la FARC. Esto revela que el Gobierno colombiano está reconociendo que mancilló el suelo ecuatoriano, cuando anteriormente dijo que los disparos contra el campamento guerrillero se hicieron del lado colombiano de la frontera. Es evidente que las publicaciones de la correspondencia que se dice hubo entre el jefe muerto en el campamento y el máximo dirigente de la FARC, el legendario Manuel Marulanda (a) “Tirofijo” tuvo fines propagandísticos, para legitimar el bombardeo.

No entendería el arreglo si no fuera por la cara que puso el presidente de Ecuador Rafael Correa al estrechar la mano de su homólogo de Colombia, Álvaro Uribe, en foto que aparecería al día siguiente en la prensa mundial. El agrio gesto del mandatario ecuatoriano lo dice todo: un apretón de manos no era suficiente para desagraviar a su pueblo, como no lo fue la disculpa del colombiano que, dice la nota que narra el evento, aceptó con cierto aíre de desconfianza. El colombiano había desatado una cacería en tierra ajena y le costó apenas unos días de incertidumbre, en que la mayoría de los pueblos americanos condenaron la violación de la soberanía sobre el territorio, bastando una débil excusa pública para dar por terminado el asunto. Es cierto que los insurrectos han creado un estado de tensión en las autoridades de Colombia que se ha vuelto insoportable, tener cerca al enemigo, que ha desatado la inseguridad en su país, era una oportunidad de oro que no podían desaprovechar, pues por algo dicen que a la ocasión la pintan calva.

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