Antes de dar por concluida su misión el 23 de mayo, el representante en México de la Alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, Amérigo Incalcaterra, entregó al semanario Proceso, que lo publicó dos días más tarde, en su número 1647, un texto que resume su visión sobre la materia de que se ocupó en los tres años recientes:
“…por debajo del discurso de los derechos humanos subyacen realidades sumamente injustas, como la sistemática violación de los derechos de los migrantes, la discriminación hacia los pueblos indígenas, la violencia en contra de la mujer, la precarización del trabajo, la enorme desigualdad de oportunidades, el uso desproporcionado de la fuerza pública e, incluso, situaciones que se vieron reflejadas en casos como Atenco, Oaxaca o Pasta de Conchos, por citar tan sólo algunos”.
Apreciaciones de semejante jaez las hizo Incalcaterra durante su desempeño, iniciado en octubre de 2005. No esperó a retirarse para expresar su parecer. Tampoco dejó de trabajar, en sus casi 32 meses en México, para contribuir a que el Gobierno, las instituciones, los organismos civiles y la sociedad en general cobraran conciencia de esa realidad y se afanaran en superarla. Con todo, a los ojos de autoridades gubernamentales el funcionario de la ONU se tornó incómodo, y fue pedido su traslado, a que accedió la señora Louisa Arbour después de su visita a México en febrero pasado, en aras de mantener en nivel adecuado la relación institucional con el Gobierno mexicano. Aunque la Cancillería, de modo displicente, y el propio Incalcaterra en apego a las buenas maneras, negaron que su salida de México resultara de una ilegítima presión gubernamental, tras su partida quedó claro que se forzó el fin de su misión.
El trabajo de Incalcaterra no sólo incomodaba al Gobierno sino también al presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, José Luis Soberanes. Inconforme desde el principio con la apertura de una oficina mexicana de la ONU en el ramo de su competencia, como si la promoción de los derechos humanos en su más amplia acepción (que incluye la propuesta y adopción de políticas públicas en la materia) fuera de su exclusiva responsabilidad.
Por otra parte, Soberanes aspira notoriamente a una hegemonía cabal en ese ámbito, que mediante el control de comisiones locales y agrupaciones civiles, le permita aminorar y aun eliminar la crítica a sus procedimientos. El activismo de Incalcaterra iba en sentido contrario a ese anhelo pues el representante de la señora Arbour se reunía con el sector que más severamente examina las acciones y omisiones de la CNDH. En esa línea de conducta, el diplomático italiano dio la bienvenida al informe de Human Rights Watch (HRW) sobre la oficina del ombudsman, que había causado enojo en la Comisión. Probablemente Soberanes había manifestado antes y de otros modos su descontento con Incalcaterra, pero en esta oportunidad expresó por escrito, de modo formal, su “inconformidad” ante el “respaldo público al documento” de HRW “en donde se denosta (sic, en vez de denuesta) a la…CNDH a través de un análisis superficial basado en argumentos y datos ciertamente erróneos”.
Llamó la atención de Soberanes que Incalcaterra “recomiende que atendamos las sugerencias de HRW, dejando la impresión de que ‘la ONU valida el informe de HRW que reprueba a la CNDH’, con lo cual comete “un grave error” y desatiende “su responsabilidad…de dar seguimiento a las recomendaciones de los relatores especiales”. En suma, el ombudsman solicitó a la señora Arbour tomar nota “de la situación referida” para evitar que funcionarios de la oficina de la Alta comisionada “incumplan con su mandato y dañen de esta manera la imagen” de instituciones como la CNDH.
Ya ido Incalcaterra, Soberanes parece prepararse para evitar que eso ocurra de nuevo. Al efecto, mencionó la oficina mexicana de la ONU en un contexto conspiracional. Consultado sobre el retiro de ese funcionario, el presidente de la CNDH escribió para Reforma un artículo en que asegura que “entre las propuestas del Plan Mérida se menciona la asignación de fondos de Estados Unidos por el equivalente a un millón de dólares a la oficina en México del Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU para distribuirlos prácticamente a discreción, conforme a criterios que hasta ahora no han sido dados a conocer”. Y crípticamente se pregunta a continuación “¿Cuál sería la base jurídica para que organizaciones privadas asuman de ese modo un papel no sólo peligroso sino ilegal?”.
Al dejarnos a oscuras sobre esas organizaciones privadas que asumirían “de ese modo” un papel ilegal y peligroso sin aclarar de qué habla, Soberanes parece haber dejado suelta a la loca de la casa, la imaginación, pues no cita su fuente, sólo un vago “se menciona”. Su versión difícilmente corresponde con la realidad, pues el Congreso norteamericano es refractario a la ONU, por lo que no se ve cómo el Senado asignaría dinero de los contribuyentes a una oficina de aquel organismo impopular en los medios conservadores norteamericanos.
Rápidamente hemos comprobado que esa fantasía, con la que tomaron el pelo a Soberanes y él quiso hacer lo mismo con nosotros, no contiene un ápice de verdad. La oficina que presuntamente repartiría alegremente un millón de dólares a discreción desmintió “categóricamente” tales versiones, es decir a Soberanes (única persona que se ha referido al tema) e informó “a la opinión pública que las mismas son incorrectas y sin fundamento”.