Lo importante, comentan, no es el resultado sino el hecho en sí de que los secretarios pertenecientes al Gabinete presidencial se hayan presentado en la Cámara de Diputados. En una comparecencia en que se han de haber sentido como reos condenados a ser pasados por las armas en un paredón, teniendo enfrente a un pelotón de fusilamiento. Ni más ni menos, tan es así que en algún momento llegaron a pensar que les había llegado su última hora. Eran tres, como los cochinitos del célebre cuento infantil, que estaban a disposición de toda una manada de lobos feroces que, abajo en las bancas, brincaban de gusto, relamiéndose los labios, al poder interrogarlos sobre el pobre desempeño en los trabajos que tienen encomendado en el área de seguridad. Eran el secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, el de Seguridad Pública, Genaro García Luna y el procurador, Eduardo Medina-Mora.
Sentados parecían alumnos que se sabían reprobados de antemano. Es posible que hubieran deslizado en la boca un sedante para calmar la excitación nerviosa. Al terminar la sesión, donde menudearon preguntas que no supieron o no quisieron responder, se les vería salir escuálidos y desmedrados. Se podría decir, sin pecar de exagerado, que abandonaron el edificio de San Lázaro hechos unas obleas. Al único que no se le notó el cambio fue a Juan Camilo que habitualmente aparece delicado, desmirriado y escuchimizado. Medina-Mora en ningún momento alteró su habitual calma, su serenidad era manifiesta. Genaro se mostró seguro de sí mismo. Eso sí muy elegantes todos, de traje y corbata, con el cabello recién cortado, adivino que oliendo a lavanda inglesa, los zapatos lustrados, las uñas manicuradas. Son políticos, ni duda cabe, de la petición de renuncia, que a coro gritaban algunos diputados, no se dieron por enterados. No obstante a los tres se les notaba a leguas que no las traían todas consigo. En la sala hubo desorden, que distraía la atención de los secretarios. Daba la impresión de que se trataba de un mercado con vendedores, compradores y trajineros; no se entendía lo que se decía, pero de lo que estoy seguro es que no era nada bueno. Los rostros tensos no dejaban lugar a dudas de que el ambiente no era algo sano.
Algo se dijo sobre la preocupación que hay de que con dinero sucio se financien campañas electorales. De ser eso verdad, hay un peligro latente de que la Administración pública pase a ser privada. Se habló de la tragedia en Morelia, del quince en la noche. César Camacho preguntó a los tres: ¿tienen ustedes la cifra de cuánta gente ha salido del país?, ¿cuántos capitales han huido y cuántos otros no han llegado a raíz de la inseguridad? Ninguno respondió. Nadie los increpó por guardar silencio. El líder perredista, Javier González Garza, cuyo color de pelo se parece al que alguna vez trajo el jugador de futbol apodado el Bofo, lamentó que habiendo llegado con el ánimo de no responder, lo hubieran conseguido. La realidad es que si hubieran contestado cada una de las preguntas era hora que estuvieran todavía en el mismo lugar, unos cuestionando y los otros haciéndose los desentendidos. El secretario de Gobernación recibió un busto en bronce de Benito Juárez de manos de un miembro del PRD, sin que hasta el momento el funcionario haya podido dilucidar qué significó el gesto. Alguien de los que estaban cerca, nos confió que Mouriño, tal como estaban las cosas, pudo haber dicho: “jolines, qué bonita estatuilla ¿quién es”?
A pesar de que en esta ocasión se cambió el formato de las comparecencias, teniendo la obligación de protestar decir la verdad, no hubo manera de que respondieran cuantas veces fueron interpelados con preguntas que consideraron tendenciosas, haciendo mutis las veces que se les antojó.
Los legisladores no estuvieron en su mejor momento, pues muchos se contentaron con hacer un escarnio del evento. Total, una escaramuza que careció de los resultados que debió arrojar una ceremonia democrática. Los gritos desaforados de algunos le quitaron la seriedad que requería un acto que era parte de un informe presidencial. Los cartelones que adornaban los pasillos del recinto, en que se pedía la renuncia de los secretarios presentes, le restó importancia a lo trascendental de la comparecencia, dándole a la petición un cariz en que pareció que los diputados se tomaban a chunga lo que debió de ser una reunión protocolaria.
En fin, absoluta pérdida de tiempo.