Y llegaron las elecciones y con ellas un tipo clásico de contaminación: la visual. Los postes, los arbotantes, los troncos de árboles se han visto invadidos de cartelones de los distintos partidos políticos que presentan la cara de sus candidatos, como si se tratara de artistas de la farándula, enseñando lo mejor de sí mismos, que a decir verdad no es mucho, aunque no sin que antes se les haya dado una manita de gato para que se vean menos feos, lo que debe considerarse una contaminación llevada a extremos nunca antes vistos. Me refiero a los pendones no a los semblantes. Las discusiones entre candidatos se concretan a señalar los lugares que han invadido, como un triunfo, con esa alegría ingenua de ya la hice, ¡más de mil postes tienen mi imagen!, los electores que saben sumar no les quedará más remedio que votar por mí. No se trata de que sepan qué desayuno o con quién me acuesto, bastará con que vean que alegro el paisaje citadino con mi sonrisa para que, llevando en su memoria mis facciones, voten a mi favor.
Los hay de todos los partidos políticos, habiéndose reportado el caso, lo que me parece muy exagerado, que durante las noches los niños de Torreón, sufran pesadillas por que se confunden, nadie se los aclara, de si se trata de letreros ofreciendo una recompensa, para quien dé datos del paradero de delincuentes, como en el viejo Oeste, buscados por la Policía o son aspirantes a ser canonizados a los que sólo les falta un halo sobre sus risueñas testas. Los padres de familia asustan a sus chiquillos llamándolos al orden, amenazándolos con que si siguen de latosos y no guardan la compostura debida, alguno de los colgados vendrá con un costal de yute a llevárselos. Al parecer, en la imaginación de las abuelitas, vinieron a sustituir al “coco” de tiempos idos. Y no andan tan desencaminadas si vemos varios ejemplares.
Una y otra vez, los partidos políticos recurren a estas prácticas. Los ciudadanos quisieran saber qué piensa el que aspira a ser diputado. Ansían verlos polemizar, no leyendo manidos mensajes que nada dicen a la comunidad. Algunos tienen un pasado que debe conocerse. Por ejemplo, si ya ocuparon un cargo público, ¿qué hicieron a favor de su comunidad que haya trascendido? ¿Cuáles son y cómo se demuestran sus principios éticos? ¿Qué reputación les ha precedido a su registro como candidatos? ¿Han demostrado, en alguna forma, su cariño al terruño que los vio nacer? ¿Están lo suficientemente involucrados con los anhelos de un pueblo que sufre los asedios de la delincuencia? Dense cuenta que, salvo contadas excepciones, el pueblo no los conoce. Nada sabe de sus verdaderas intenciones. A los electores les gustaría elegir a los que estén comprometidos con las causas populares. La única forma de saberlo es conociendo sus pensamientos. Discutan entre sí, celebren debates, oblíguense con sus comunidades. Acudan a las universidades platiquen con los alumnos, participen en sus simposios, en sus talleres, averigüen qué piensan, hurguen en sus sueños y déjenles conocer los suyos.
Qué estudios han realizado. ¿Saben acaso quién o quiénes fueron los fundadores de nuestra ciudad? ¿conocen su historia? Por ahí podríamos empezar. Luego sería bueno conocer a qué aspiran. ¿Qué hace un diputado local? es una pregunta de fácil y rápida respuesta. Luego cuáles son ¿los límites geográficos del distrito electoral? ¿en cuántos distritos se divide el Estado? Todas ellas de lo más sencillo. No se pretende meterlos en un atolladero. Basta, quizá, con que tengan sentido común. No se requiere de sabios. Sólo gente sencilla que entienda cómo interpretar los anhelos del pueblo. Que sepa distinguir entre el mal y el bien. Hace años escuché palabras que me calaron hondo, atribuidas al dramaturgo William Shakespeare (1564-1616), se lo podrían repetir los candidatos a sí mismos: “Yo gano lo que me como, consigo lo que me pongo, no le debo nada a nadie, no envidio la felicidad de otro; me contenta el bienestar ajeno y me complace lo que tengo”. Nunca como ahora se les presentará la oportunidad tan clara de servir a su comunidad.