El Partido de la Revolución Democrática estará en el centro de la atención pública de este año que empieza. Tendrá que examinar públicamente sus posturas y habrá de ventilar las diferencias que lo constituyen. El relevo de su dirigencia provocará el enfrentamiento de sus dos vidas: la institución y el movimiento. Los candidatos que buscan encabezar al partido defienden el carácter anfibio de su organización: dicen que su partido es, al mismo tiempo, una institución electoral y un movimiento social y que uno respalda al otro. Insisten en la idea de que una cosa no es incompatible con la otra. Somos un partido, pero también un movimiento. Somos una fuerza electoral y un potente catalizador de inconformidades. Un brazo ayuda al otro. No son muy convincentes en su alegato. Las dos vidas rivalizan si no hay un compromiso férreo con el régimen que lo alberga.
La disputa por la dirigencia simboliza el enfrentamiento de esas visiones porque resulta evidente que el aparato tiene un candidato, y el “Presidente legítimo” el suyo. Instituto contra movimiento. En la lucha por encabezar al PRD se enfrentan, entonces, los dos afluentes del partido que han coexistido con mayor o menor tensión a lo largo de su vida. Se trata, sobre todo, de dos maneras de entender el sitio de esa organización dentro del régimen, de una controversia sobre la naturaleza del sistema político y el papel de la izquierda partidista en ese mundo.
El ciclón post electoral de 2006 no hizo volar al PRD por los aires. El desconocimiento del resultado electoral y el embate a las instituciones democráticas le hizo un enorme daño pero, a pesar de los despropósitos de López Obrador, no logró desgajarlo por completo del régimen institucional. Porque está incrustado en ese sistema, el partido ha podido tomar cierta distancia del “legítimo”. Es que la plomada institucional del partido es mucho más pesada de lo que muchos creen. Una formación con importantes responsabilidades de Gobierno, amplísima representación parlamentaria y extensa presencia pública no podía seguir acríticamente la ruta demencial de quien fuera su candidato. De ahí que, tras el ejemplo de los gobernadores, los legisladores perredistas han adoptado una estrategia propia. La voz parlamentaria del PRD se ha ido distanciando discreta, pero visiblemente de la línea trazada por Andrés Manuel López Obrador. No puede negarse que en 2007 se fue extendiendo un brazo negociador perredista. Es cierto que no ha debatido con su caudillo, pero le ha dado un par de cachetadas públicas. Ha desoído sus llamados y se ha ido apartando de la estrategia de cerrazón. Mientras el excandidato quisiera la inmolación de todos los votos amarillos con el propósito de vaciar de legitimidad al Gobierno que llama usurpador, en ambas cámaras federales ha habido esfuerzos por traducir los votos de la izquierda en reformas. Cada uno de los llamados a reventar cualquier negociación ha sido desatendido por la mayoría.
Por el otro lado, el ex candidato presidencial ha seguido construyendo su organización, hasta convertirla en un partido a la sombra. Si su influencia en la estructura formal es cada vez más disputada, ahí, en su Gobierno de fantasía, reina sin obstáculos. La aclamación lo encumbró. No le estorban las votaciones, ni los plazos o procedimientos estatutarios; tampoco tiene que distraerse con compromisos constitucionales, ni se ve forzado a negociar con quienes no lo adoran como héroe de la democracia y la paz. Así se lanza a condenar a todos quienes no lo veneran. López Obrador, con su heroico batallón de puros, frente a la mafia de estafadores y moderados.
En su elección interna se enfrentan esas visiones del PRD. No es probable, sin embargo, que el veredicto de los perredistas resuelva la discrepancia. Evidentemente, quien se imponga definirá prioridades, acentos, tonos. Puede fortalecerse la línea negociadora o puede enfatizarse la estrategia solipsista. Pero, sea cual sea el nombre de su futuro dirigente, el PRD seguirá siendo un partido escindido. Al llamarlo así no me refiero a que esté dividido por una disputa ideológica o un desacuerdo estratégico, sino al hecho de que está cruzado por una divergencia esencial sobre la naturaleza del régimen político en el que actúa. Para la vertiente movimentista, México vivió una reversión de tal naturaleza que el país ha dejado de vivir bajo condiciones democráticas. En consecuencia, las instituciones —sus instituciones— no son recintos de la pluralidad sino celadas. Actuar ahí es “seguirle el juego” a los mafiosos. Por el otro lado, para la vertiente negociadora, el partido es una pieza fundamental del engranaje democrático y no tiene más remedio que participar en su marcha.
Así, sea cual sea el resultado de la renovación interna del PRD, seguiremos teniendo un partido que tramposamente juega a la ambigüedad. Las reglas de la democracia son válidas cuando resultan convenientes; inaceptables cuando son perjudiciales. Participo en el cambio de las reglas, pero impugno sus criaturas. La ambigüedad puede ser funcional para los perredistas. De esa forma han logrado acomodar su diversidad y han podido sacar enormes ventajas de un sistema al que pertenecen, pero al que desconocen. La pregunta es si esa estrategia es sostenible en el mediano plazo y si puede ser comunicada al electorado. Mi impresión es que la ambigüedad del partido le es terriblemente costosa y dificultará enormemente la recuperación electoral del partido que rozó la presidencia en 2006. La ambigüedad es también muy perniciosa para una democracia que no logra amarrar definitivamente la lealtad institucional de sus protagonistas.
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