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La crisis

Jesús Silva-Herzog Márquez

La palabra crisis no nos es extraña. Nos es demasiado familiar. No recuerdo ningún momento en mi vida en que no se haya hablado de la crisis que vive el país. La palabra nos es tan cercana que dice poco. Cuando la palabra crisis es referencia de nuestra condición ordinaria, la palabra deja de expresar riesgo para referir las rutinas de nuestra cultura. Nuestra queja cotidiana es hablar de la crisis del momento. Pero la de ahora sí que es distinta. Lo es porque no es crisis de algo sino de todo.

Las crisis de antes fueron severas, algunas muy profundas, en ocasiones verdaderamente oscuras y peligrosas. Pero en cada una de ellas hablábamos de crisis determinadas, con marco y con frontera. Se podía tratar de una crisis de legitimidad que rompía la tradición de respaldos a un régimen. Podría reventar de pronto la capacidad de pago del país desencadenando una severa crisis económica. Podría aparecer un grupo guerrillero que desafiara al sistema político causando una crisis política. Hemos padecido crímenes políticos que han agitado al país. Conocemos las crisis financieras y los retrocesos que provocan. Nuestra generación también tiene experiencia de crisis provocadas por elecciones mal conducidas o contendientes incapaces de reconocer los resultados del voto. Pero ahora la crisis que encaramos no es de parcela, sino una crisis integral. La crisis de México no tiene apellido. México, no su estado, ni su economía, ni su política, ni su cultura. México está en crisis.

Para decirlo de otra manera, la memoria nacional reciente está colmada de recuerdos de malestar y enfermedades diversas. Hemos ido al hospital muchas veces y hemos dormido en terapia intensiva en algunas ocasiones. Pero en todos esos momentos, sufríamos una condición crítica que podía compensarse con otros signos de salud. Cuando padecimos problemas pulmonares teníamos un corazón saludable. Cuando el corazón flaqueó, los riñones respondieron bien. Ahora parece que todos los órganos flaquean simultáneamente. Los pulmones se colapsan, el corazón está cansado, las piernas no responden, la cabeza está perdida. El diagnóstico por ello es en extremo grave: la cirugía pulmonar no puede confiar en la resistencia cardiaca.

Nuestra memoria de la crisis es, por ello, una memoria de crisis sucesivas. Una crisis, después la otra. Tras la segunda crisis, se perfila la tercera. Una economía estable permitió encarar los desafíos de legitimidad de fines de los años sesenta. Un régimen centralizado y en última instancia eficaz logró escapar de los aprietos económicos de los años ochenta. El último respiro del Gobierno unificado pudo dar respuesta a la crisis del 95. Hoy padecemos severas crisis sincrónicas: un Estado en crisis, una democracia en crisis, instituciones en crisis y una economía estancada que no es capaz de generar el crecimiento necesario para oxigenar la vida nacional y ofrecer una noción creíble de futuro.

Empiezo por el suelo común. Hemos perdido la plataforma básica de la convivencia colectiva que es el Estado. El piso está roto y es incapaz de darnos la estabilidad, la confianza indispensable para trabajar, para producir, para convivir. El fracaso de un Estado puede medirse con un indicador preciso: el miedo. Cuando el miedo impera en una sociedad, cuando la gente tiene temor de abandonar su refugio doméstico y se siente vulnerable en el espacio público, el Estado ha fracasado. El Estado mexicano de nuestro tiempo no es proveedor de seguridad ni siquiera de legalidad. No es capaz de garantizarnos el derecho a vivir con tranquilidad, ni aplica la ley uniformemente. Estado en crisis: un Estado que ha perdido el control del territorio nacional y que ha sido penetrado por el crimen.

La democracia también vive una crisis profunda. El pluralismo político no ha sido capaz de recrear su legitimidad, no ha descubierto los caminos de la eficacia ni ha podido imponerse a los poderes de hecho. No puede pasarse por alto que una porción significativa de la población mexicana cree (sin fundamento sólido a mi entender) que el presidente de la república no merece su cargo. El régimen político adolece así una innegable falla de legitimidad: el Gobierno producto del proceso institucionalizado no recibe el reconocimiento elemental de todas las fuerzas políticas. No responsabilizo aquí a nadie. Simplemente registro un hecho que no puede ser trivializado si se quiere examinar seriamente la salud de la democracia mexicana. El pluralismo sigue sin aprender a dialogar y decidir. Desde la institucionalización del pluralismo partidista, el país ha detenido su marcha. El desacuerdo impera. Y en ese escenario, las instituciones, hasta aquellas que parecían el emblema de nuestro progreso político, se debilitan.

Se nos ofrece el consuelo de una economía que escapa a la crisis. Será cierto que no nos hemos desbarrancado ni ha explotado la inflación a niveles de Zimbabwe. Pero nadie puede sentirse orgulloso del mediocre desempeño de nuestra economía. El país apenas crece y es a todas luces, incapaz de ofrecer a los mexicanos las oportunidades básicas de desarrollo.

La crisis de México no tiene paralelo en la historia reciente. No es crisis de Gobierno ni crisis económica. El país, como espacio de convivencia, una comunidad que puede perfilarse hacia el futuro con cierto un mínimo optimismo está en crisis.

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