Hace unos días, un cómico televisivo norteamericano comentaba que lo único malo de que pudiera haber un presidente negro era que, entonces, habría que prepararse para ver decapitada la Estatua de la Libertad. Y es que en algunas películas y series catastrofistas (en las que algo devastador casi siempre le ocurre a Nueva York) los presidentes que enfrentan el desastre suelen ser negros: En “Impacto Profundo” (Deep Impact, 1998) el que lidia con los efectos de un meteorito chocando con la Tierra es Morgan Freeman; en “El Quinto Elemento” (The Fifth Element, 1997) Tommy “Tiny” Lister trata de evitar la extinción de la Humanidad a cuenta de Gary Oldman y unos mutantes que parecen sacados de alguna porra del Monterrey; y en la serie “24” es Dennis Haysbert, en su magnífica interpretación del presidente David Palmer, el que enfrenta ataques biológicos y atómicos contra Estados Unidos. Eso sí, todos se portan muy prudentes y machitos, lo que sea de cada quién.
La presencia de esos presidentes de color, creo, lleva jiribilla: de alguna forma sirven (o bueno, servían) como un mensaje subliminal apaciguador: “No se crean, no se preocupen, eso no va a ocurrir”. Y es que hasta hace muy poco tiempo, el pensar siquiera en la presencia de un afroamericano despachando en la Oficina Oval parecía un sueño guajiro. Eso es lo que ha hecho tan excitante la alocada carrera de Barack Obama, y su posible culminación: el ser postulado como candidato presidencial por el Partido Demócrata.
Aunque también creo que al menos un hombre, asesinado hace cuarenta años, se extrañaría sobremanera de que esa posibilidad sea considerada como fuera de lo común. Después de todo, a eso había dedicado buena parte de su vida: a que el logro de la igualdad en la Unión Americana se concretara en todos los sentidos… incluido el ámbito político.
Sí, creo que el Dr. Martin Luther King Jr. se habría sorprendido de que la posible candidatura de Obama fuera vista como extraordinaria, más de cuatro décadas después de que la población negra alcanzara la igualdad constitucional plena, ocho lustros después de que él muriera todavía luchando por que esa igualdad permeara a todos los ámbitos de la sociedad norteamericana. Como que pensaría que, para estas alturas del partido, el tema racial ya no debería jugar un papel en decisiones tan importantes como quien tiene en sus manos los códigos de lanzamiento de los misiles nucleares.
Pero, bien lo sabemos, la cuestión racial sigue teniendo una incómoda vigencia en muchas regiones, muchos ámbitos de la vida social de los Estados Unidos. Y a cuarenta años del asesinato del Dr. King, ello le hubiera desazonado terriblemente.
Cuando la bala de un francotirador segó la vida de Martin Luther King en el balcón de un hotel de Memphis, Tennessee, el 4 de abril de 1968, este personaje podía considerarse satisfecho con lo logrado: cuatro años antes Lyndon Johnson había firmado la Carta de Derechos Civiles, que anulaba todas las leyes que hasta entonces habían servido para discriminar a la población de color. También había recibido el Premio Nobel de la Paz por haber encabezado un vasto movimiento basado en la no-violencia. Y se hacía cada vez mayor la conciencia de la importancia que la población negra tenía en la urdimbre social norteamericana. Sin duda esperaba que, tanto tiempo después, se viera como más que natural que un político de color aspirara a la Presidencia. Pero no, no es así.
Quizá ello tiene que ver con lo mucho que tardan en morir los prejuicios y los valores entendidos que se han transmitido durante muchas generaciones. Una sociedad que ha despreciado a una minoría durante tres siglos, no asimila tan fácil que debe haber un cambio en su visión de las cosas. Los casos de homofobia violenta (y hasta homicida; y no sólo allá, sino también acá) podrían explicarse de la misma manera: luego de siglos metidos en el clóset por todo tipo de prejuicios y prohibiciones, hay quienes no tragan el que los gays hablen y actúen como cualquier ciudadano.
Lo singular en el caso de Estados Unidos es que, históricamente, ha sido una nación que procesa con rapidez los cambios de la modernidad, aunque siempre persistan bolsas de resistencia aisladas (los conservadores de siempre): así, el odio antiinmigrante contra los irlandeses católicos en el Siglo XIX dio paso a los muy bulliciosos desfiles del Día de San Patricio hoy en día. Y en cambio, el estigma de la esclavitud y sus secuelas parecen especialmente difíciles de diluirse en el entramado social norteamericano.
Y los choques y rozones por cuestiones raciales suelen presentarse en ámbitos bizarros y excéntricos. Arizona debía haber sido sede del Super Bowl hace años, pero no lo fue sino hasta éste. ¿Por qué castigaron a ese estado? Porque no celebraba oficialmente el Día de Martin Luther King. Y como el 60% de los jugadores de la NFL son afroamericanos (y uno que otro samoano de color serio), la asociación que los representa dijo que el partido más importante no se disputaría allí. Hasta que Arizona no dispuso la celebración del mártir luchador por los derechos civiles, a ese estado no se le concedió la sede del Super Domingo. Suena muy tirado de los pelos, pero así suelen ser estas cosas.
Lo mismo puede decirse de lo ocurrido la semana pasada en un juzgado de Atlanta. Ahí el juez Marvin Arrington, afroamericano él, exasperado por ver a los mismos chicos negros de siempre habiendo cometido los mismos delitos de siempre, pidió a los blancos (bueno, los caucásicos) que salieran de la sala. Luego lanzó una filípica, poniendo a los jóvenes reincidentes como Dios puso al perico, dejándolos como trepadero de mapache (me encantan esas metáforas) por representar una vergüenza para su raza y ser incapaces de romper el odioso estereotipo de joven-negro-delincuente-vago.
Como era de preverse, las buenas conciencias se le echaron encima al juez Arrington. ¿Por qué sacó a los blancos? ¿No se le podía destinar exactamente el mismo discurso a un joven de cualquier etnia? ¿Por qué un mensaje exclusivamente para los de su raza? Total que, como decíamos, esas cuestiones son particularmente delicadas en un país que del exceso y la desmesura ha hecho todo un arte.
Pero hay esperanzas: muchos blancos (y en estados tan conservadores y encalados como Iowa) le han dado el espaldarazo a Obama. Y ya no hablemos de los jóvenes. Quizá precisamente por ello deberíamos ser optimistas: los gringos nacidos entre 1970 y 1990 no han visto las cruces en llamas del Ku Klux Klan ni los perros policías mordiendo mujeres en Selma, Alabama, ni el discurso de “I have a dream” más que en las soporíferas clases de ciencias sociales de la secundaria. Aquellas luchas, enconos y rémoras se les hacen ajenos. No ven en Obama a alguien de un color u otro, sino un joven político entusiasta, de fácil palabra y un carisma que le brota de los poros. Y buena parte del apoyo para Obama proviene, precisamente, de que muchos lo consideran el adalid de un cambio generacional. El grito es “¡que ya gobiernen quienes nunca estuvieron en el jaleo de Vietnam, ni peleando en él ni protestando por él!” Estados Unidos y el mundo esperan un liderazgo fresco, sin tantos lastres del pasado. Y eso es lo que representa Obama. Ya veremos.
PD: Con enorme dolor nos enteramos de la muerte del maestrazo Arthur C. Clarke, inventor del satélite de comunicaciones, autor de docenas de libros y una de las mentes más inquisitivas, inteligentes y socarronas del mundo y los tiempos en que nos tocó vivir. Se fue uno de los grandes. Lo vamos a extrañar.
Consejo no pedido para que le den un trabajo que ni los negros quieren (Fox dixit): Lea la tetralogía de Clarke: “2001, una odisea espacial”, “2010: el año que hicimos contacto”, “2061: odisea tres” y “3001: odisea final”, todo un banquete. Y vea las películas basadas en las dos primeras. “2001” sigue siendo un clásico, y “2010” es deliciosamente entretenida: hasta sale Helen Mirren de cosmonauta. Provecho.
Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx