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La desnutrición, el principal enemigo a vencer

JESÚS CANTÚ

El lunes 8 de septiembre, Jacobo Zabludovsky, que además de ser un conocido comunicador es uno de los miembros del Consejo Directivo de la Fundación UNAM, reveló en su colaboración semanal en El Universal que en la Universidad Nacional Autónoma de México hay 27 mil estudiantes desnutridos, lo cual impacta directamente en su aprovechamiento académico. En su artículo Zabludovsky señala que el director de una de las facultades (de la cual omite el nombre por respecto a sus alumnos, de acuerdo a su dicho) de dicha universidad, se percató que el número de estudiantes con bajas calificaciones aumentaba y tras varios estudios y programas piloto pudieron determinar que el 75% de los alumnos con bajas calificaciones aumentaba su rendimiento académico en más de una tercera parte tras ser alimentados con una dieta especial. Tras investigar el entorno y sus antecedentes familiares, todo esto de acuerdo a la narración del periodista, detectan que todos ellos estaban desnutridos y, al ampliar la investigación a todos los alumnos de la facultad, detectaron que el 10% de ellos padecía desnutrición. El martes 2 de septiembre el Consejo Directivo de la Fundación UNAM aprobó ampliar el programa de alimentación especial a 800 alumnos de la mencionada facultad y acordó incorporar el programa como uno de sus importantes.

La información que proporciona Zabludovsky es alarmante, entre otras por tres razones fundamentales: primero, es de suponerse que la desnutrición debe ser menor entre los estudiantes de la UNAM (universitarios en general) que entre la población que ni siquiera accede a la educación superior; segundo, porque los mayores estragos de la desnutrición, me refiero a las consecuencias ulteriores de la misma, se resienten en la primera infancia, es decir, en los niños menores de 5 años, donde se les condena a vivir toda su vida en condiciones de desventaja; y, tercero, porque revela la importancia de descubrir con precisión las causas de los problemas, pues muchas veces se aplican prescripciones que nada tienen que ver con la enfermedad.

La primera afirmación es muy fácil de corroborar y basta revisar las estadísticas nacionales. De acuerdo a la Encuesta Nacional de Nutrición levantada en 1999, el porcentaje de menores de 5 años con desnutrición era en ese año de 17.8%, es decir, casi el doble de la existente en las aulas universitarias. Pero los porcentajes se elevan rápidamente cuando el análisis se hace en función de los ingresos familiares: entre las familias no pobres, el porcentaje es del 6.8%; en los que sufren la denominada pobreza de patrimonio (aquellos hogares que no pueden cubrir sus necesidades de vestido, vivienda y transporte), el porcentaje de niños desnutrido es de 8.6%; pero prácticamente se duplica entre las familias con pobreza de capacidades (los que no pueden cubrir sus necesidades de salud y educación), al alcanzar el 16.6; y se vuelve a duplicar entre las que se encuentran en la llamada pobreza alimentaria (que no cuentan con recursos para satisfacer sus necesidades de alimentación), donde alcanza el 34.3%.

Respecto a la segunda afirmación, en los últimos años los estudios que muestran los impactos positivos de una adecuada atención a la primera infancia son múltiples y entre otras ventajas destacan las siguientes: un mejor rendimiento académico posterior, que se manifiesta en menores tasas de repetición y deserción, así como, en mejores resultados en las evaluaciones académicas; mayor participación en la educación superior; mejores y mayores oportunidades de empleo; mayor productividad en su desempeño profesional; mejor adaptación a su entorno social; y menores problemas de comportamiento.

De acuerdo a los científicos de la neurociencia, las experiencias de los primeros años de vida tienen un impacto tan decisivo en la estructura del cerebro y las capacidades del adulto como el que tienen los genes. De acuerdo a los especialistas en esta primera infancia hay que atender simultáneamente: nutrición, salud, higiene, ambiente limpio y seguro, la integración de los padres y las comunidades e impulsar que la educación preprimaria promueva el desarrollo físico, motor, psicosocial y cognoscitivo.

Y, finalmente, respecto a la tercera afirmación, vale la pena señalar que la primera acción que tomaron fue de poner a siete alumnos, escogidos al azar entre los que tenían bajas calificaciones, bajo el cuidado de un psicólogo y maestros especiales que los ayudaban fuera de los horarios escolares. El resultado fue nulo, porque no atacaban la verdadera causa del problema: su desnutrición.

Enhorabuena que la preocupación ya llegó a la UNAM, pero lamentablemente en esa instancia es donde el problema es menor. Quienes deben de hacer suya esta preocupación por abatir la desnutrición, pero desde el seno materno, son los gobiernos federal y estatales, que son los responsables del diseño, implementación y evaluación de la política social. Es en estas instancias donde deben asimilar la conclusión a la que llegaron el director y los maestros de esa facultad universitaria, siempre de acuerdo al dicho de Zabludovsky: “es un desperdicio de recursos tratar de educar a desnutridos”.

Vale la pena atender el llamado de alerta que lanzan desde la UNAM: el bajo aprovechamiento académico no es necesariamente consecuencia de malos métodos de enseñanza-aprendizaje, maestros negligentes o descuidados o estudiantes poco comprometidos con sus responsabilidades; como ellos descubrieron, su origen puede estar en problemas de desnutrición y, desgraciadamente, en México éstos son muy frecuentes. La experiencia de la UNAM revela la importancia de tener un buen diagnóstico, antes de empezar los tratamientos curativos.

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