Los domingos tempranito, los jóvenes antiguos corríamos presurosos al altar de Dios. Hoy corren los jovencitos, los grandotes y los chiquitos a cumplir el sagrado ritual de los viernes en la disco. El que no participa queda marginado, fuera de la grey, por lo que procuran arreglárselas para conseguir dinero (aun los antros de mala muerte como el New’s Divine, suelen ser caros).
“Todos van” -argumentan los hijos- y no hay padres que soporten la presión que supone negar el permiso, aunque los muchachos no tienen inconveniente en prescindir de él en caso de que los papis nos pongamos plomitos.
De que se van se van, siguiendo esa nueva flauta mágica que es la música tecno. A los padres ni siquiera nos queda el recurso de negociar la hora del regreso. Dueños de la noche, los muchachitos ejercen su derecho de enajenarse hasta la madrugada con el primitivo y ensordecedor ¡BAM! ¡BAM! ¡BAM!, alucinados por la hipnotizante iluminación de las discotecas que apenas abren sus puertas, cuando ya los rebeldes sin causa en la casa, aguardan con toda humildad y paciencia que algún gorila, (creo que les llaman cadeneros) de acuerdo a sabrá Dios qué criterios discriminatorios (güeritos y ricos tienen preferencia) decida como un San Pedro, pero terrícola -tú sí, tú no- quien accede a la pista, donde masificados, embutidos en sus imprescindibles vaqueros, todos melenas y avalorios, antreros de identidad y con la única ocupación de mantenerse en movimiento, danzan penetrados hasta las entrañas por el sonido que multiplican potentes amplificadores.
Ahí, hermanados en el sudor, los jóvenes se olvidan por unas horas de las licenciaturas, los post grados y el éxito económico que exige la sociedad para concederles la credencial de miembros activos.
Como caramelo a los niños, es la discoteca para los jóvenes de todo el mundo. Es un signo de los tiempos. Lo que escandaliza es la frecuencia con que estos lugares entregan malas cuentas.
“Doce muertos en una estampida” informan los noticieros como si se tratara de caballos o elefantes y no de nuestros hijos. Me da más rabia que pena y lo primero que se me ocurre es buscar culpables.
Por supuesto pienso en mi demonio favorito, la Gorda Gordillo, esa inamovible piedra que sigue obstruyendo la educación. Jóvenes con una clara conciencia de sus obligaciones y derechos ciudadanos, no tendrían que morir en estampidas.
Pero si no hay espacio para las matemáticas, ni para la comprensión de la lectura, mucho menos para la educación cívica. Después, pienso en inevitable corrupción que hace posible que ochocientas personas se amasijen en un local para cuatrocientas, y que menores de edad consigan entrar y que les sirvan alcohol.
Que nos siga sucediendo estas ignominias como nos sucede Marín y Montiel, es dolor que me recuerda el famosísimo cuento de Augusto Monterroso. Despertamos y los dinosaurios de siempre siguen ahí sin que nadie consiga desaparecerlos. No tengo respuestas, sólo preguntas. “Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos” E. Sábato.
Guardadas las debidas proporciones, hay mañanas en que contra todo lo previsible, como Sábato yo también pienso que es posible rescatar la dignidad, el respeto y el derecho a una buena vida. Algunas mañanas luminosas despierto optimista hasta que ¡lástima!, sopeo en mi café las mismas ignominias, siempre recurrentes sólo que más frescas, que me devuelven a la frustrante realidad.
¿Será verdad que tenemos que resignarnos a despertar siempre con los mismos malditos dinosaurios?
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