Comentábamos hace un par de días la fulminante renuncia como gobernador de Nueva York por parte de Eliot Spitzer. Y nos preguntábamos si la vida privada de un político que se había manifestado capaz y eficiente, era tan importante como para motivar su salida del escenario; si sus pecados privados ofendían realmente al público que lo había elegido para conducir a sus conciudadanos. Si las diatribas de los republicanos, quienes pidieron su renuncia en cuanto se enteraron de que Spitzer había sido cachado teniendo relaciones con una muchacha de las que bailan recio, no eran sino sucios trucos politiqueros.
El caso del affaire de Bill Clinton con una becaria regordeta puso a temblar su Presidencia, sin duda una de las más exitosas del siglo XX. Entonces nos hicimos la misma pregunta: ¿vale la pena castigar a un político (y a quienes lo eligieron) por un asunto estrictamente privado? Si un gobernante es efectivo y no comete ningún crimen público, ¿debe estar supeditado su cargo al control efectivo de su bragueta?
En el caso de Clinton, las encuestas demostraron que la mayoría del público norteamericano opinaba que el asunto le concernía a Mónica, Bill y Hillary, no al Senado dominado por unos republicanos sedientos de sangre. Claro que el presidente mintió ante las cámaras respecto a su relación con la pachoncita edecán. Pero, ¿quién puede confesar tener tan espantosos gustos… y en red nacional? La verdad, muchos varones nos solidarizamos con el casquivano Bill nada más por eso.
Eliot Spitzer renunció porque, según explicó, había cometido actos que estaban éticamente reñidos con lo que el pueblo neoyorkino esperaba de él. La ética, pues, lo impelió a no perder todavía más dignidad peleando por conservar su chamba.
Sí, perdió algo de dignidad. Pero algo salvó.
¿Qué dignidad tiene Arturo Montiel, quien ante la evidencia de su asquerosa fortuna no sólo no renunció a la gubernatura del Estado de México, sino que todavía tuvo el descaro de aspirar a la Presidencia?
¿Qué dignidad tiene Mario Marín, un neandertal que protege animales pederastas, y muy machito ordena maltratar a una mujer valiente, pero indefensa?
¿Qué dignidad tiene el “Niño Verde”, cachado in fraganti pidiendo un soborno millonario, y luego alegando que “lo chamaquearon”?
¿Qué dignidad tiene René Bejarano, quien tras ser visto por millones embolsándose hasta las ligas, siguió luego alegando su inocencia?
¿Saben qué? Prefiero un adúltero, aunque no se arrepienta sinceramente, a cualquiera de las alimañas arriba mencionadas. Que, para vergüenza de este país, ahí siguen degradando nuestra vida pública. Porque los dejamos. Porque ingenua o negligentemente confiamos en que tendrán una pizca de dignidad, un átomo de honor. Lo que, la verdad, es mucho esperar de esos parásitos.