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La gran tentación

Carlos Fuentes

La olimpiada en Beijing nos sirve de referente para un cambio global de la distribución de poderes. Los triunfos de China y de Rusia, además de su significado deportivo, señalan la definitiva emergencia de dos grandes potencias mundiales y el fin del pasajero unilateralismo de los Estados Unidos de América.

La Guerra Fría duró medio siglo y enfrentó a dos naciones y a dos sistemas: los Estados Unidos y la Unión Soviética, el capitalismo democrático y el socialismo autoritario. Ambos se acusaban de “imperialistas” y para la América Latina, los Estados Unidos lo eran, como la URSS lo era para la Europa central. En los márgenes, los “no alineados” -Nehru, Tito, Nasser- y abajo, “el Tercer Mundo” de los países débiles o, con gracioso eufemismo, “en desarrollo”.

Los Estados Unidos ganaron la guerra fría porque la URSS la perdió. Gorbachov reconoció que el poder armado de Moscú ni reflejaba ni resolvía la pobreza de la economía: devoraba la riqueza potencial. China, demonizada por Mao, inició con Deng, un camino de gran desarrollo. Pero el fin de la Guerra Fría dejó un vacío político global que llenaron los Estados Unidos de George W. Bush con una arrogancia unilateralista miope, desorientada y falaz que empeñó el prestigio y el presupuesto del país en una guerra “contra el terror” que derrumbó a un tirano dispensable -Sadam Hussein- sin tocarle un pelo de las barbas a Osama bin Laden y los Talibanes, refugiados en las fronteras de un aliado de Bush, el Pakistán de Musharraf. Mientras los norteamericanos violaban no sólo los principios humanitarios sino las propias leyes de los Estados Unidos, creando y manteniendo campos de concentración y de tortura en Abu-Ghraib y en Guantánamo y dejando que la guerra “contra el terror” fuese percibida como guerra “contra el Islam”, perdiendo así no sólo simpatía sino credibilidad y ganando enemigos de un punto al otro del mundo Musulmán.

Mientras Bush se perdía en estos vericuetos del fracaso, Rusia y China se adelantaban a ocupar las posiciones de éxito que hoy resultan evidentes. China se abrió al mundo, pero se cerró a la democracia, creando un modelo de desarrollo rápido que podemos llamar “capitalismo autoritario”. El mundo capitalista Occidental, que se estima democrático, acudió al llamado de la gran sirena roja, China, regañándola infantilmente por sus travesuras autoritarias, pero aprovechando -¡cómo lo iban a desaprovechar!- un mercado de más de mil millones de clientes potenciales -la quinta parte de la humanidad-.

No desdeño los esfuerzos democratizadores que, a la larga, traiga el desarrollo económico a China. Hoy se ven muy lejanos. En cambio el autoritarismo se engalana con las Olimpiadas, vence cotidianamente a los Estados Unidos y propone una vía veloz, eficaz y tentadora hacia el desarrollo: el avance capitalista sin las molestias de la democracia, la rapidez de la expansión sin las demoras de la libertad. ¿A cuántos países en desarrollo no les resultará tentadora -irresistible- esta fórmula? Sobre todo cuando el desarrollo nacional es frenado o interrumpido por la violencia impune, hiriendo –como en el terrible caso del joven Fernando Martí en México— a una ciudadanía inerme rodeada de narcos, policías que son criminales, criminales que son policías, y un Ejército al que con razón le repugna hacer labores policiacas. Surge entonces –no lo deseo, pero lo temo— la tentación totalitaria. Sólo un Estado más fuerte que el crimen puede abatir al crimen, aunque sea cometiendo crímenes. Indeseable realidad.

La “tentación autoritaria” también la ofrece la Rusia de Vladimir Putin. Vencido y desmembrado el imperio soviético casi por “la fuerza de las cosas”, Boris Yeltsin confundió la democracia con la debilidad y el capitalismo con la cleptocracia. Las grandes empresas del Estado pasaron a manos de particulares -a veces los gerentes de aquéllas se convirtieron en los dueños de éstas-. Librada al hambre feroz de un capitalismo naciente, Rusia se libró a sí misma a una disminución anárquica.

Putin llegó con la clara intención de restaurar el poder de la gran Moscovia. Él es heredero de Iván el Terrible, de Pedro el Grande y del terrible, aunque no grande, Stalin. Putin no se anda con cuentos. Cuando la revista Time, declarándolo “hombre del año”, le pregunta cuáles son sus deseos, Putin contesta: “Aquí no deseamos. Aquí trabajamos” -posa con torso desnudo para lucir su musculatura-, lanza a Sarkozy frente a las cámaras, tartamudo, con más vodka que el admitido por la razón de estado francesa. Baña de sangre a Chechenia, como ejemplo. Y si el alto dirigente georgiano, Mijail Shaakashvili, lo llama “liliputin”, el mundo ve al nuevo Zar como un tremendo “Ras-Putin” o “Zar-Putin”. Los Estados Unidos quieren rodearlo de misiles en Polonia y peleles en Georgia. Putin envía los tanques al sur, no por que le tema a Georgia, sino para advertirle a Rusia y al mundo: por aquí pasa el petróleo sin el cual sus economías se desploman. El imperialismo del oleoducto, el poder del gasoducto, convierten al Occidente europeo en cliente indispensable de Rusia. ¿Sabrá Putin transformar el petropoder en economía de consumo, productiva y diversificada hacia el exterior y hacia el interior? Todo indica que lo hará, si puede, pero con un régimen de autoritarismo creciente.

La implacable Maureen Dowd escribe en el Herald Tribune la lista de los ocho años de errores de Bush. La destructiva obsesión con Irak. La borrachera ideológica del neo-conservadurismo. La satanización de países con los cuales, a la postre, hay que tratar: Corea del Norte, Irán, Siria, Cuba.

Y mientras el Gobierno de Bush iba de fracaso en fracaso, China se apoderó de una parte tan vasta de la economía norteamericana que, si la retiraran, los Estados Unidos serían “un pato a la pekinesa”. Y Rusia se ha transformado de un país mendigo a una potencia mundial.

Hay en todo esto un claro llamado internacional para la restauración del derecho, la negociación y la diplomacia. Y hay algo más. Mientras Bush jugaba golf en Texas, el antiguo imperio “de en medio”, China, y el antiguo imperio de “la tercera Roma”, Rusia, recobraron sus posiciones de fuerza y las adornaron con los prestigios del pasado histórico. No por nada, el fastuoso espectáculo olímpico se inauguró, de manera reiterada, con la memoria de la civilización imperial de China, la gran “cabalgata” a la que se refirió un día André Malraux: la reserva histórica de los imperios que regresan por sus fueros y le imponen al siguiente jefe de Estado norteamericano el deber de negociar con los imperios a partir de la fuerza democrática interna de los Estados Unidos Esto no parece entenderlo McCain, aferrado a las soluciones de fuerza. Parece entenderlo Obama, consciente de las soluciones diplomáticas. Ojalá no le cueste la vida.

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