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¿La Guerra Tibia?

LOS DÍAS, LOS HOMBRES, LAS IDEAS

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

A raíz del conflicto entre Rusia y Georgia por la disputa de las regiones secesionistas de Osetia del Norte y Abjasia, y las destempladas reacciones norteamericanas al mismo, algunos malhoras empezaron a hablar y escribir acerca de un renacimiento de la Guerra Fría: la oscura, agobiante confrontación entre la difunta URSS y los Estados Unidos que sirvió de marco y escenografía a buena parte de la segunda mitad del Siglo XX.

Los que vivimos aquellos viejos buenos tiempos ciertamente no queremos que regresen. Saber que en cualquier momento podían surcar los aires cientos de misiles con miles de ojivas nucleares no era un pensamiento muy reconfortante que digamos, ni una receta óptima contra el insomnio. Y aunque ya para los años ochenta la posibilidad de una conflagración nuclear nos parecía muy lejana, nunca se podía desdeñar que un error o mala lectura en un momento dado precipitara la hecatombe. Siempre hay que recordar que el único recurso natural renovable, inagotable y perenne es la estupidez humana.

Cuando cayó el Muro de Berlín en noviembre de 1989, pero sobre todo al año siguiente, cuando Gorbachev se avino a la reunificación de Alemania, a que los Estados Unidos siguiera manteniendo tropas en Europa Occidental, y a que los misiles de ambos países apuntaran como blanco primario al Océano Ártico (lo que provocó, el colmo, las protestas de la Sociedad de Amigos de las Ballenas o algo así), pudimos decir que, efectivamente, la Guerra Fría había llegado a su fin. La confrontación ideológica entre el socialismo soviético y el liberalismo capitalista acababa finalmente. Y para que no hubiera dudas, en diciembre de 1991 la Unión Soviética se desintegró, víctima de unas reformas tardías e incompletas (¿les suena conocido?) y de su propia obsolescencia.

Lo que siguió fue una década de humillaciones y descomposición en todos los niveles tanto en Rusia como en la mayoría de las 15 repúblicas exsoviéticas. Las Fuerzas Armadas de la que fuera una superpotencia se derritieron como mantequilla expuesta al sol de Mapimí; numerosas unidades del otrora orgulloso Ejército ruso se redujeron a la condición de pordioseros, dado que nadie les pagaba. Algunos soldados vendieron sus armas en el mercado negro. La producción agrícola e industrial se vino a pique: no estaban preparadas para eso que se llama economía de mercado. Numerosas empresas estatales fueron privatizadas, y se creó una oligarquía mafiosa que sigue marcando la pauta en muchas áreas de la actividad económica. La seguridad social se desintegró, dejando en la calle a muchos ancianos, pensionados y enfermos. El desempleo se disparó, y los servicios públicos dejaron de funcionar. Ante tanta calamidad, los legítimos propietarios de eso que llamamos “la oscura alma rusa” enfrentaron semejantes tristezas como siempre han solido hacerlo: tupiéndole duro al jugo de papa. Gracias al alcoholismo, la expectativa de vida en Rusia disminuyó un par de años durante la pasada década, caso único en un país moderno que no estuvo en guerra.

Esas desgracias y otras más (como la virtual secesión de Chechenia) estuvieron presididas por un borrachín ambicioso llamado Boris Yeltsin, quien se había dedicado a minar el poder de Gorbachev precisamente para quedar como presidente de Rusia sin nadie encima. Se le hizo, pero no supo hallarle la cuadratura al círculo y soltó muchos demonios que no sólo no controló; ni siquiera había sospechado que existían. En 1999, al empeorar su salud, fue delegando el poder en un astuto y maquiavélico exmiembro de la KGB llamado Vladimir Putin. Finalmente, con el hígado hecho puré, Yeltsin le dejó su chamba a Putin el último día del siglo XX. Putin se había hecho muy popular entre los rusos por acabar sangrientamente con la secesión chechena ese mismo año: sus políticas de mano dura y castigo a los rejegos le granjearon el aprecio de una población harta de humillaciones, caos y bocabajeadas. A los rusos siempre les han gustado los autoritarios que meten orden. Y ojo: Putin le debe el poder a la forma en que intervino decisivamente y a cañonazos en el Cáucaso.

En los años de Yeltsin la Casa Blanca estuvo ocupada por dos hombres cautelosos que sabían que no había que picarle los ojos a un oso ruso muy lastimado, pero que seguía siendo oso (y con armas nucleares). Tanto Bush I como Clinton trataron de mantener buenas relaciones y no aprovecharse muy flagrantemente de la debilidad de su antiguo oponente. Claro que eran prudentes, no tontos ni mancos: en 1999 se incorporaron a la OTAN (o sea, quedaron como aliados militares de EUA) tres antiguos satélites de la URSS: la República Checa, Polonia y Hungría. Yeltsin gruñó, pero nadie supo si de coraje o porque al fin había dejado llegar la cruda.

Putin y Bush II entraron al escenario internacional casi al mismo tiempo, en el 2000. Y casi desde el principio fue notorio que el texano tonto del pueblo iba a cambiar la política de sus antecesores.

Los problemas empezaron cuando Bush se puso a criticar algunas acciones de Gobierno de Putin, quien se quitó la máscara democrática más o menos con rapidez. Claro, los regaños de Bush no hacían sino aumentar el apoyo local hacia Putin. Luego, aprovechando que éste tenía problemas a manos llenas, Bush hizo su movida final: en 2004 incorporó a la OTAN no sólo a otros anteriores miembros del Pacto de Varsovia (Romania, Bulgaria, Eslovaquia), sino a las tres antiguas repúblicas soviéticas del Báltico: Lituania, Letonia y Estonia. De esa manera, esos pequeños países históricamente amenazados por los rusos se podrían sentir seguros. Después de todo, Stalin los había anexado a la URSS por la fuerza en 1940: en esas latitudes el miedo no anda en burro. Ni en trineo.

Pero esa incorporación a la OTAN constituyó una cachetada guajolotera para Rusia: no sólo antiguas repúblicas soviéticas quedaban integradas a una alianza militar concebida para derrotar a los rusos; sino que ahora la OTAN tiene una frontera directa con Rusia. Toda una pesadilla para un país muy paranoico, y que apenas estaba recuperando su sentido del orgullo y la fuerza propia. Putin gruñó y ahora sí le entendió todo el mundo: aquello no le hacía ninguna gracia a Rusia.

No contento con eso, Bush II le siguió llenando de piedritas el buche a Rusia; primero, proponiendo que un sistema antimisiles se instalara en Polonia y la República Checa, a lo que los rusos han respondido de mentada de madre para arriba. Pero lo peor fue cuando Bush II empezó a coquetear con la incorporación de Georgia y Ucrania a la OTAN. Ahí sí que Rusia respingó, y bien alto: ése es su vecindario, y nadie debe meterse en él. Para Rusia el Cáucaso y el Mar Negro son no sólo regiones históricamente sometidas a la hegemonía rusa, sino vitales para su seguridad nacional. ¿Y creen que van a dejar a la OTAN sentar sus reales ahí, sin más? ¿Sí, papitos? Se ve que no los conocen.

La torpeza de Bush II ya encontró la horma de su zapato en la fulminante operación rusa sobre Georgia. Y más les vale que no le sigan buscando. Ésta ya no es la Rusia agujereada y conducida por un catarrín de la década pasada. Ésta es una Rusia recargada, de la que Europa Occidental depende para buena parte de su energía, y con una reencarnación de Iván El Terrible en el Kremlin: Vladimir Putin.

Así pues, profetizo que la nueva Administración norteamericana (demócrata o republicana) le va a bajar al tono y si mucho llegaremos a ver una Guerra Tibia. A menos que los nuevos sean más idiotas que W. Bush. Y ahí sí, no me digan que eso es posible.

Consejo no pedido para que se toque música Tex-Mex en el Bolshoi: lea el artículo de Martin Cruz Smith en el National Geographic del mes pasado. Más claro ni el agua. Provecho.

Correo:anakin.amparan@yahoo.com.mx

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