En sus manos traía una soga que pensaba usar para atarla por un extremo a la más gruesa de las ramas y por el otro para formar un dogal alrededor de su cuello, no sentía ningún remordimiento, acababa de hacer lo que tenía que hacer para que se cumplieran las antiguas escrituras. Lo de que recibió treinta monedas, invento de un recaudador del sanedrín, tanto para llenarlo de oprobio como para quedarse con la suma en su provecho. La verdad es que Caifás le advirtió que no habría recompensa pues lo que haría sería una traición. Él no entendía lo que estaba pasando y mucho se habría espantado si le hubieran dicho que su nombre sería arrastrado en el fango por los siglos de los siglos, como el traidor por antonomasia.
Había dejado su casa para seguir al divino maestro, al que conocía desde que eran niños. Nunca durante su vida había comprendido, dadas sus pocas luces, que estaba destinado a representar un papel tan indigno. Todos tenemos un destino, le había dicho Jesús, apartándolo del grupo, el tuyo será entregarme, no debes rehusar. Sin ti no podría cumplirse lo que está escrito en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos.
Lo había seguido a lo largo de las colinas que circundaban Jerusalén convencido de que su amigo era un taumaturgo cuya bondad no tenía límites. Una noche bajo un techo de estrellas le había confiado que un arcángel se le había acercado con el fin de que supiera cómo sucederían las cosas. Había un mundo distinto al lugar en que se encontraban, le dijo, y sin embargo, es un mismo mundo. Ahí se haya la humanidad que ha sido y la que será. Los que creen en Él tienen un lugar apartado. Estaban sentados tranquilamente en el tronco de un árbol caído en un lugar llamado Getsemaní. Judas se atrevió a preguntar: ¿cuál es el mejor camino? Señalaba con la mano un rumbo donde la vereda se partía en dos. No preguntes, dijo Jesús, el mejor camino es el que te dicte tu conciencia, nada sabes de adónde te llevará cualquiera de los dos, ni estás seguro de que cuando llegues al final nada consigas, sino arrepentirte porque después de todo tu destino será el que tú elijas.
El viento sopla, agregó, de donde quiere y oyes su sonido; mas no sabes de dónde viene, ni a dónde va. Judas Iscariote se quedó alelado, él no quería escoger, deseaba que le dijeran por dónde.
Se acercaba la fiesta de los panes sin levadura, es decir la Pascua en la cual necesario era sacrificar un cordero. Llegada la hora se sentó a la mesa y con él los apóstoles. Les dijo: la mano del que me entrega está conmigo en la mesa… porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí, aquello que está escrito. Judas había ido detrás siguiendo a los que habían aprehendido a Jesús. Lo vio todo, cuando lo azotaron, al trenzar una corona de espinas que pusieron en su cabeza, oyó a la muchedumbre pedir que soltaran a Barrabás, aguzó el oído cuando dijo Pilatos: yo no me hago responsable de la muerte de este hombre justo y se lavó las manos, luego siguió Judas la procesión hasta llegar al lugar de la calavera, llamado Gólgota.
Miró Judas, con los ojos rasados en lágrimas, alzar a Jesús en la cruz en que por burla le colocaron una tabla con las letras INRI, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Poco después expiró. Asistió Judas de lejos a observar cómo era introducido en un sepulcro abierto en una peña. No esperó más, ni supo que resucitaría al tercer día.
Desde las alturas, miraba el horizonte mientras anudaba la soga alrededor de su cuello, a lo lejos en medio de la negrura de la noche, abajo en el valle, se alcanzaba a ver las fogatas encendidas como estrellas caídas del cielo. Sus pensamientos eran sencillos, había entregado a su amigo dándole un beso en la mejilla, a lo que siguió un alboroto. No esperó más, se retiró aprovechando la oscuridad reinante. Había cumplido su cometido haciendo lo que su amigo Jesús había consentido.
Él no sabía de los enredos políticos de los sacerdotes. Ni sabía que habían condenado a Jesús porque lo habían pedido los fariseos, azuzados por quienes lo veían como un enemigo de sus prebendas y canonjías. Lo amaba con todas las fuerzas de su corazón, estaba confundido ¿habría hecho mal? No lo sabía. Llegará el día en que a la humanidad le resulte fácil creer en Jesús como el Hijo de Dios. Se dirá en todas las lenguas: he aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Ese pensamiento pasaba por su mente cuando sintió un fuerte tirón y ya no supo más.
La higuera de donde colgaban sus despojos, empezó a secarse, dejando caer sus hojas como lágrimas vivas de una pena que no tiene consuelo.