El crecimiento de la narcoviolencia y, particularmente, el surgimiento del narcoterrorismo incrementó la preocupación (al menos declarativamente) de los dirigentes de los partidos políticos y autoridades por evitar las infiltraciones de los cárteles de la droga en los futuros procesos electorales; las propuestas para lograrlo muestran la improvisación y el desconocimiento del tema por parte de los interesados y van desde responsabilizar de ello a las autoridades administrativas electorales hasta solicitar el involucramiento del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) para investigar a los candidatos a los puestos de elección popular.
El tema es de la mayor importancia y hay que dividirlo en dos aspectos centrales: uno, los narcocandidatos; y dos, la legalidad de los recursos con los que los candidatos y los partidos financian sus campañas electorales, dentro de los cuáles el narcodinero es únicamente una de las fuentes de financiamiento.
En cuanto a los narcocandidatos, el último de los escándalos lo difunde el periódico El Universal, en su edición del lunes pasado, donde el actual dirigente del Partido Social Demócrata, Jorge Díaz Cuervo, revela que en el proceso electoral de 2006, el Cisen recomendó a la dirigencia del entonces Partido Alternativa Socialdemócrata y Campesina, la exclusión de dos precandidatos porque tenía documentados sus nexos con el narcotráfico.
Este hecho es gravísimo: el Cisen tiene documentados los nexos de dos personas con el narcotráfico, pero no procede a presentar una denuncia penal, sino que se limitó a responder la petición expresa de un partido político y como consecuencia de ello se les negó, a los dos investigados, el derecho previsto en el Artículo 35 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de: “Poder ser votado para todos los cargos de elección popular…”. Obviamente existe el riesgo de que el narcotráfico infiltre los más altos niveles de la política y, una de las vías, son las candidaturas a los puestos de elección popular. Sin embargo, esto no es razón para violar la Constitución y los más elementales derechos políticos de la ciudadanía mexicana. Hay que cerrarles el paso, pero la ruta tiene que ser la vía penal y, obviamente, tras una resolución judicial que los condene.
Pero el problema es mayor por la vía de los recursos que fluyen a las campañas electorales, pues al menos hay dos flancos: primero, la gran cantidad de recursos que los partidos y los candidatos esconde a las autoridades electorales; y, segundo, la posibilidad real de que los financieros de las campañas detecten el origen ilícito de los recursos que reciben, dado que es evidente que las autoridades hacendarias y de procuración de justicia han sido incapaces de detectar y controlar a los cerebros financieros de las organizaciones criminales.
En el primero de los flancos hay que aceptar como regla general, afortunadamente no exenta de excepciones, que partidos y candidatos ocultan una parte de los recursos que ingresan y gastan en las campañas electorales a las autoridades electorales, con el objetivo evidente de no rebasar los topes oficiales de gastos de campaña.
Y, nuevamente, basta revisar los casos de Pemexgate y Amigos de Fox, para comprobarlo. Estos dos casos muestran claramente las dificultades que enfrenta la autoridad electoral para realizar sus labores de fiscalización y aunque hoy, la Unidad de Fiscalización tiene mayores atribuciones de las que tenía la entonces Comisión de Fiscalización, puesto que ya no le son aplicables el secreto financiero o fiscal, difícilmente podrá revisar todos los ingresos que se utilizan en una campaña electoral, si los partidos y/o candidatos no los incluyen en sus reportes o no se reciben denuncias precisas, pues es casi imposible detectar los montos que se destinan a los artículos promocionales (camisetas, vasos, tazas, balones, etc.) o a la compra de diversos bienes (despensas, materiales de construcción, etc.) que se distribuyen entre la ciudadanía o la prestación de servicios a las comunidades.
Por esta vía ingresan recursos de la delincuencia organizada, pero también de donadores no autorizados, que prefieren mantenerse en el anonimato, pero que igualmente exigen a los triunfadores cumplir su contraparte, es decir, aplicar políticas públicas que benefician sus intereses particulares.
Respecto a la segunda vertiente, el problema todavía es mayor, pues hay que decirlo con todas las letras: existen delincuentes que se esconden tras la máscara de respetables y exitosos hombres de negocios, destacados ejecutivos o profesionistas independientes, que bien pueden acercarse a los partidos y/o candidatos para financiar sus campañas con dinero de origen ilícito, pero blanqueado en las llamadas lavadoras. Los candidatos y los partidos, ocupados en captar recursos para sus campañas, normalmente no cuestionan las intenciones de los donadores, sino simplemente los reciben, aunque saben de antemano que alguna factura tendrán que pagar si son los triunfadores en el proceso electoral. Precisamente por esta vía han logrado proliferar “legalmente” muchos de los denominados giros negros.
El problema es mayúsculo y requiere atención, pero no improvisaciones y, sobre todo, no descargar en la autoridad electoral responsabilidades que las autoridades competentes (como las procuradurías, policías, jueces, hacienda, bancos, etc.), con mayores instrumentos a su alcance, no han podido resolver. Y también hay que tener cuidado que la situación de emergencia que hoy vive el país por el crecimiento de la inseguridad no sirva de pretexto para atentar contra el Estado de Derecho y violar los derechos políticos de la ciudadanía.