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La lucha por la sombra

Los días, los hombres, las ideas

Francisco José Amparán

Las sombras son cosas misteriosas y esquivas. Por definición resultan entidades silenciosas, oscuras y etéreas. Podríamos definirlas como la ausencia de luz, una especie de negación de la esencia natural de las cosas: sin materia, no hay sombra, y ésta es lo que queda cuando a la otra se le pega la gana de interponerse ante lo luminoso.

Algunas sombras son traviesas. En el libro infantil clásico, Peter Pan se entromete en el mundo de este lado por andar tratando de encontrar la suya, que tiene la manía de desprenderse de su dueño. Hay otras que, en cambio, revelan lo sórdido de la personalidad de sus dueños: recuerden la inolvidable escena en la película “Drácula” (Bram Stoker’s Dracula, 1992) cuando Gary Oldman sostiene una navaja muy quitado de la pena, en tanto su sombra le da una lamida que ya quisiera cualquier barquillo triple.

La sombra es, asimismo, una metáfora de aquello que nos acompaña siempre, de la lealtad a un dueño. Georges Moustakis dice de su soledad que “no me pierde nunca el paso/ fiel como una sombra”. Al mismo tiempo, puede haber sombras incómodas: en la India los individuos de la casta más baja, los llamados “intocables”, tienen prohibido no sólo tocar a los miembros de otras castas (de ahí su nombre, no por que sean paladines de Elliot Ness); sino que sus sombras no deben caer sobre el cuerpo o las sombras del resto de sus compatriotas. Ya me imagino los contoneos para evitar infringir esa prohibición y esquivar palizas innecesarias.

Todas las anteriores disquisiciones han de servir como fundamento semifilosófico para algunas consideraciones que me propongo hacer sobre un fenómeno sociocultural que empieza a manifestarse por estos días: la lucha por la sombra.

Cuando el calor empieza a pegar, y el sol lagunero se abate sobre nuestras cabezas de manera particularmente feroz, uno de los actos más detestados y miserables consiste en subirse a un automóvil, especialmente si ha estado un cierto tiempo expuesto a los rayos del Astro Rey. Y es que el simple contacto con el metal nos produce quemaduras de segundo grado, el hornazo nos atonta como si hubiéramos recibido un gol de último minuto, nos sentimos como pavo navideño sin relleno, parecemos sentenciados a muerte en pleno trance de electrocución cuando tratamos de evitar las partes escaldadoras (casi todas), y empezamos a sudar como bueyes en labor antes que hayamos bajado siquiera la ventanilla. Una experiencia ciertamente desagradable. Que, para aquellos que tienen la suerte de contar con un buen sistema de aire acondicionado, resulta atemperada por ahí de diez minutos después, cuando el sistema por fin funciona correctamente y uno va llegando ya a la casa, siendo Torreón la metrópolis que es.

Para evitar tal tortura, mucha gente busca a como dé lugar que el automóvil quede bajo la sombra de un árbol, edificio o anuncio grandecito la mayor parte del día, de manera que los efectos calóricos sean menores. Ello trae como consecuencia escenas que retan la civilidad y la bonhomía de los laguneros… características que, seamos francos, no son de nuestras principales virtudes.

La típica confrontación ocurre cuando un desconocido estaciona su automóvil justo en la sombra del árbol de afuera de nuestra casa, el que protege nuestro automotor de la furia solar a mediodía. Uno hierve de coraje, como preparándose para el hervor que luego padecerá a las cuatro que se vuelva a trepar al vehículo. Suele ocurrir que al rato llega el desconocido muy cachazudo y ni siquiera se retira en el auto, dándonos la oportunidad de ocupar ese espacio; no, volvió por un papel que había dejado ahí, lo recoge y vuelve a cerrar el carro muy orondo. Si le reclamamos que está usando nuestra sombra, seguramente responderá que la calle es de todos. ¿Qué respondemos? Que no, que la calle no es de todos sino de los manifestantes de toda laya y jaez que la cierran y ensucian cada que les da la gana. Y que quizá la calle sí es de todos, pero ese árbol lo sembré yo, lo riego yo, lo fumigo yo, lo mando podar yo, y si está ahí es por mí. El comodino dice que ése no es su problema; a lo que uno responde sabiamente que es cierto, que el problema es de su &%$#$ madre que lo malparió. Y ahí la evolución de la disputa puede seguir cursos insospechadamente violentos.

Apunté arriba que el avieso gandalla es un desconocido, porque los laguneros tenemos un acuerdo tácito con los vecinos. Cada quién sabe qué sombra le corresponde, y se considera una patanería y una ofensa digna de venganzas matamorenses, de ésas que duran generaciones, el ocupar la sombra de un vecino. Es una de esas normas no escritas, que nunca se verbaliza siquiera, pero que nadie discute ni reta.

Hay quienes madrugan para llegar al trabajo o la escuela a las seis de la mañana para estacionar su vehículo en aquel cajón en que la sombra dará durante más tiempo; o ya de perdido, de las doce a las dos, que es cuando resulta más necesaria. No falta quién apele a tablas astronómicas y calcule derivaciones y azimuts para calcular cuál es la posición más favorable para que la sombra protectora cobije a su vehículo.

Lo cual, viéndolo bien, es algo que deberían hacer aquellos negocios que se dignan poner toldos o techumbres en sus estacionamientos públicos. Y es que siempre los instalan de manera tal que la sombra nunca le da al auto que está bajo esos adminículos. Al parecer sin tener la mínima noción que el sol tiene la extraña tendencia de hallarse en el Poniente por la tarde, alinean los dispositivos sombreadores de manera tal que las sombras cobijan las vías de tránsito, pero no refrescan a un solo vehículo estacionado.

¿Y qué me dicen del Estadio Corona? En ciertas zonas de tan vetusto, sucio y peligroso escenario deportivo hay sangrientos enfrentamientos por ganar lugar junto a la alambrada y adoptar pose de mariposa-en-radiador, con la esperanza de ser los primeros en gozar algo de sombra habiendo pagado boleto de sol. Claro que para cuando llega la melífica penumbra, los sujetos están más deshidratados que una momia, pese a sus ínclitos esfuerzos por hacer ingresar líquidos espumosos a la mayor velocidad posible.

Julio Torri decía que podía caminar por las calles de Torreón sin encontrarse con una sola persona inteligente. Quizá alguien debía haberle dicho que eso no era de extrañar: nadie con un mínimo de inteligencia camina por Torreón si no le resulta estrictamente necesario. Y desplazarse pegado a las paredes como lagartija para evitar la resolana no lo hace aparecer a uno muy listo que digamos…

En fin, que el sol y sus efectos condicionan no pocas de nuestras actitudes y acciones entre abril y octubre. Por ello hemos adoptado ciertas costumbres y rituales, como las mencionadas anteriormente. Pero hay otras: por ejemplo, hay quienes creen que poner cartones en el parabrisas ayuda a bajar la temperatura del auto: falso, pero al menos se siente que se hace algo al respecto. Como sospecho que el poner pequeños ventiladores en el interior del carro no hace sino aumentar la posibilidad de ampollarse por sobreexposición. Es el precio que hemos de pagar por la dicha de tener 330 días soleados al año… lo que, si emprendiéramos un programa de uso de energía solar con tecnología de punta, nos pondría a la vanguardia, nos evitaría depender de los inútiles de la CFE, y nos daría energía eléctrica limpia y eficiente de aquí a que el infierno se congele. ¿Cuántos kilowatts se generarían poniendo paneles solares de aquí a Ceballos? Pero no, en vez de pensar en eso, seguimos discutiendo las mismas estupideces de siempre… y peleándonos por la sombra más cercana.

Consejo no pedido para que le canten “sombras nada más/ entre tu vida y mi vida” con la trompita parada: como no se me ocurre otra cosa, lea el cuento de un servidor “Atrapar una sombra”, del libro “Cantos de acción a distancia” (Joaquín Mortiz, 1988). Espero les guste. Provecho.

Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx

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