Estoy consciente de que la Navidad, puede ser para algunas personas, una época triste, porque durante ella hayan sufrido la pérdida de un ser querido y les trae malos recuerdos.
Pero, para la gran mayoría de la gente es una época de felicidad y alegría, en la que renacen los mejores sentimientos del ser humano.
Para mí, son unos días de grandes recuerdos familiares, que de manera especial, se avivan con los olores.
Cómo olvidar, cuando mi casa se llenaba del olor a ponche, buñuelos y tamales, por mencionar sólo algunos de aquellos riquísimos aromas, que inundaban no sólo la pequeña casa familiar, sino todo mi barrio.
El olor a pino y gobernadora; a musgo recién cortado; a cañas y tejocotes; a tarta de manzana y dulces de anís.
De repente, un día cualquiera, algún vecino sacaba al patio de la Privada, una piñata de siete picos (como debe de ser) y todos los niños nos arremolinábamos en torno de aquel espléndido regalo.
Los primeros en pegarle de palos, eran, desde luego, los hijos de la familia anfitriona, aunque no siempre eran los afortunados en romperla.
En cualquier barrio, siempre había un niño más habilidoso que los otros y era el experto en dar el palo de gracia a la piñata. La verdad es que eran tramposillos, porque o no les tapaban bien los ojos, o medio lograban ver por alguna rendija del pañuelo.
El caso es que todos sabíamos quién era el que podía lograr que se abriera aquella “caja de Pandora”, de la que manaban cientos de golosinas.
El golpe final era seco y fuerte. Señal inequívoca de que la piñata se desfondaba y liberaba su preciosa carga.
Todos nos abalanzábamos sobre los dulces, a riesgo de rompernos los pantalones o salir con un ojo morado, lo cual importaba poco.
Nos llenábamos de dulces y chocolates la camisa y bolsas de pantalón y hasta en los picos de la piñata destrozada, guardábamos tantos dulces como podíamos pepenar.
Luego, el barrio se llenaba de luces de bengala y velitas de colores, aunque previamente habíamos rezado y cantado la letanía de las posadas, divididos en dos grupos.
También me gusta la Navidad porque saca nuestros mejores sentimientos: La solidaridad, el afecto, el amor y la comprensión. Es una buena época para la reconciliación si se requiere y nadie se atreve a negar el saludo, así se trate de un enemigo.
Me basta pararme afuera de un supermercado para ver la felicidad con que la gente sale de él cargada de preciosas mercancías.
Cierto es que la mercadotecnia es brutal y nos inunda con sus ofertas para que derrochemos el dinero, lo cual no es prudente.
Pero, por otra parte, la gente se esfuerza tanto trabajando que es muy justo que disfrute del resultado de su trabajo, aunque sea unos días al año.
Es verdad que nunca faltan los amargados, como aquel personaje, Ebenezer Scooge, del Cuento de Navidad de Dikens, que al final termina entregándose al espíritu de las fiestas y ayudando a los necesitados.
En la mayoría de los casos, la gente está dispuesta a compartir aun lo poco que pueda tener, porque siente que así comparte también su escasa fortuna y su felicidad.
Claro está, que hay también quienes regalan lo que no es de ellos, como aquella hija de un buen amigo mío, que les regaló, el día 25, a unos niños muy humildes el carro de bomberos que acababa de recibir su hermano, como obsequio de Navidad, al tiempo que le decía a su papá: “Tienes razón papi, se siente muy bonito regalar”, mientras su hermano, al darse cuenta del abuso, pegaba el grito en el cielo.
Las casas se llenan de alegría y aun en las más humildes, sus moradores preparan tamales y champurrado, para festejar la llegada del Niño Dios.
Luego, todo volverá a la odiosa normalidad y la rutina. “La zorra rica al rosal, la zorra pobre al portal y el avaro a las divisas”.
Pero cuando menos por unos días, la ciudad, el barrio y la casa se llenan de algarabía y de un espíritu incomparable que sólo puede brindar esta época Navideña.
Por lo demás: “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.